: todo se bolañiza (incluso bolaño)







1
La búsqueda detectivesca a través de la literatura es el elemento más dominante en la obra de Roberto Bolaño (Santiago de Chile 1953 - Barcelona 2003). Mónica Maristain ha sido contagiada por ese impulso y nos entrega no un reportaje ni un libro de testimonios en torno a la vida y obra de Bolaño, sino un libro entrañable y potente que puede ser leído incluso como un novela bolañiana: El hijo de Míster Playa (Almadía, 2012). Ya no es Cesárea Tinajero en el desierto de Sonora tras cuyas pistas vamos, sino detrás de ese elusivo y contradictorio personaje llamado Roberto Bolaño, cuyo mito autofundado y briografía son tan difíciles de separar. Roberto Bolaño, en persona, es el demiurgo que opera y ordena detrás del libro de Mónica Maristain. El motor de la pesquisa es la última entrevista que dio en vida y que surgió por iniciativa del propio Bolaño a la autora: “PD: ¿Por qué no hacemos una entrevista, ligera, levísima, frívola incluso –son las que más me gustan— casi póstuma?”. Este hombre lúdico, cariñoso y hasta cursi que le escribe mails kilométricos a Maristain, es quien le va dosificando las pistas y desentrañando el misterio, y tras cuyos testimonios que él mismo sugiere desde su computadora en Blanes, Maristain se lanza como detective incansable: “Deberías publicar a Rodrigo Fresán”, escribe en un mail Bolaño un buen día. Y Maristain va y se lanza a la aventura y entrevista al escritor argentino que narra cómo Bolaño le compraba libros recién llegado a Barcelona en la creencia de que por ser un autor latinoamericano joven, Fresán no tenía dinero (cuando en realidad Bolaño era más pobre). “Hay una especie de rockero brasileño que me gusta, se llama Lenine, ¿lo conoces?”, le pregunta en algún otro mail Bolaño a Maristain y Maristain va y busca inmediatamente a Lenine. Estas elucubraciones e instrucciones de un Bolaño en sus últimos días (el segundo en la lista de espera para un transplante de hígado) van construyendo para Maristain no las directrices del último testimonio del autor chileno, sino, sin quererlo tal vez, van conformando a lo largo de las páginas de El hijo de Míster Playa un libro que cumpliría a cabalidad los requisitos de una novela bolañiana; un libro que, al menos, se deja leer con la misma urgencia y el mismo gusto. Y es que, como declara Rodrigo Fresán en este libro, al final, todo se bolañiza.





2
Roberto Bolaño construyó una mitología en torno a sí mismo. El núcleo de esta mitología es su juventud como poeta de vanguardia en la Ciudad de México. Hay que pensar que la actitud como escritor público de Bolaño se la diseñó él mismo en un lapso muy breve de visibilidad, pues fue “un escritor sumergido y casi secreto hasta 1997 ó 1998”, como afirma Ignacio Echevarría. El mito que él se construye es “el mito de la juventud perdida, aguerrida, una juventud valiente, ligada a la literatura como experiencia total”. El hijo de Míster Playa expone con recurrencia a lo largo de sus varios apartados a un Bolaño que va más allá del lugar común del personaje que él procuró construirse a caballo entre ficción y realidad idealizada y que se alimenta fundamentalmente de aquella juventud transcurrida en México. Aquí hallamos, en cambio, a un Bolaño que ni vive en la indigencia ni es un detective salvaje (es más, que era abstemio, que no sabía manejar un coche y que jamás pisó Sonora ni mucho menos Ciudad Juárez, sus escenarios míticos); un Bolaño que trasciende a sus narradores –muchos de ellos perdedores trashumantes y sin un clavo en la bolsa que la gente suele confundir con el propio Bolaño–; un Bolaño que era ante todo un amante de la literatura y un deudor de Borges: un autor que, como él mismo, paradójicamente dependió de su madre en alguna medida hasta la edad adulta (Bolaño, como relatan los testimonios transferidos por Maristain, trabajó, por ejemplo, atendiendo la tienda de bisutería de su madre en Barcelona ya en la edad adulta).
Sin embargo –y he aquí, una vez despojados de la parte testimonial de coyuntura y de las intrigas de alcoba entre las mujeres de Bolaño, el que creo que es el enfoque más valioso del libro–, encontramos a un Bolaño que es congruente con su propia historia vital al tener la férrea voluntad desde muy joven de construir su propio ethos –un ethos tan fuerte y expansivo como una supernova que a decir de Ignacio Echevarría ha transformado la forma pública en que los autores latinoamericanos se desenvuelven–, de construirse y empoderarse a sí mismo por medio de la lectura y de la escritura. Roberto Bolaño era un muchacho de clase media, hijo de una profesora y de un boxeador y camionero que, por su porte, llegó a ser ganador del concurso Míster Playa. Sin capital cultural ni simbólico, como sí lo eran muchos de sus coetáneos dedicados a la escritura en la Ciudad de México, Bolaño que se forjó a sí mismo y de manera autodidacta en el ámbito que quizá le era más querido además de los juegos de estrategia: la lectura. Y sí, más allá del autor vitalista bohemio o el vagabundo paria que vive a salto de mata entre campamentos de mochileros que solemos confundir con la imagen de Bolaño, Mónica Maristain nos descubre a un Bolaño sedentario, de pocos pero incondicionales amigos, un Bolaño erudito y profundamente literario, capaz de aseverar a lo largo del libro más de una vez que “Borges es Dios”.
Dice Harold Bloom que es la extrañeza lo que hace canónico a un autor y su obra; es decir, “una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada, o bien nos asimila, de tal modo que dejamos de verla como extraña”. Bolaño fue así también al momento de elegir sus afinidades como lector, un lector que fincó su propio canon desde el mismo sitio desclasado que él habitaba y desde donde no tenía más remedio que escribir para sobrevivir; es decir, los márgenes y la extrañeza en relación a un centro geográfico y literario. Dice Ignacio Echvarría en el capítulo “El albacea que no fue”: “Bolaño desde muy pronto, incluso antes de publicar y desde luego antes de ser famoso, proyectó, como todo gran escritor, su propio lugar en el mapa literario. Y como todo gran escritor se propuso hacer ciertos desplazamientos y reordenar el canon”. Y para hacerse de este sitio, continúa Echevarría, “lo hizo de un modo muy ligado a los usos que él como poeta vanguardista adquirió en México. Es decir, con formas muy denigratorias y muy amistosas. Con un régimen de complicidades y hostilidades que hoy ya no se usa”.
Bolaño murió justo antes de poder vivir enteramente su canonización. Su centralidad. Eso lo salva. Ajeno a toda influencia de la vieja guardia del boom –a millas de distancia del último canon fallido propuesto por Carlos Fuentes antes de morir y donde Bolaño ni siquiera es mencionado por error–, los autores del canon bolañiano y sus compañeros de viaje son todos aquellos que ahora leemos quienes podríamos considerarnos sus deudores, pero que el centro patriarcal, donde lo haya, había relegado al mismo sitio desde donde Bolaño trabajaba: las orillas. De esta forma, y gracias a la compilación de Ignacio Echevarría en Entre paréntesis (cuyo brillante testimonio, junto al de Rodrigo Fresán, dos de sus dos últimos grandes amigos, me parece de lo más valioso del libro de Maristain) conservamos un mapa de lecturas de Bolaño donde sus campeones literarios no podrían ser ya por fuerza ni los García Márquez ni los Vargas-Llosa; sino Daniel Sada, Rodrigo Rey Rosa, César Aira, Juan José Saer, Ricardo Piglia, Sergio Pitol, Rodolfo Fogwill o Pedro Lemebel, entre otros, por no hablar de Antonio Di Benedetto, que le sirve incluso como modelo para el relato “Sensini” en el libro Llamadas telefónicas.




3
María Salomé, la hermana de Roberto Bolaño, cuenta en este libro que mientras desmantelaba el departamento de la madre al fallecer en 2008, entre los muchos papeles de Roberto que encontró “había uno que contenía doce puntos que significaron para ella una alegría, un modo de encontrarse con su hermano en una situación tan difícil”. Estos doce puntos sugieren una especie de manual vital para alguna época de la vida de Bolaño. Certeros, amorosos, generosos y cursis. ¿Y acaso no fueron así también el propio Bolaño y su obra? Al menos eso intuimos al cabo de atravesar los múltiples testimonios que nos regala Mónica Maristain, que nos hace sentir que fuimos también nosotros amigos de Bolaño, sus detractores, sus amantes.

  1. Sé amoroso contigo mismo y con los demás.
  2. Aprende a ver constantemente la belleza de las cosas vivas aunque aúlles de dolor.
  3. Proyecta sonrisas lentas en las memorias de algunos amigos con un margen de diez años para que exploten.
  4. No temas la soledad, confía en tus alas futuras, lo bienamado jamás desaparecerá.
  5. Toca, mira, escucha, huele los párpados del mundo, recuerda que tú eres el único médico que se atreverá a recetarse a sí mismo, con la posible excepción de Bruno.
  6. Por la frialdad de cien personas no concluye la frialdad de mil o diez mil.
  7. Sé fiel, sé crítico, continúa al margen, pero disminuye la paranoia que eso te produce.
  8. Recuerda que tu cuerpo ha sido muy hermoso y que sigue siéndolo bajo esta carpa de desamor.
  9. No odies a esa gente, complácelos con el sentido original de la palabra. Cáritas. Ayúdalos. Bésalos.
  10. Vive sin duda aun cuando haya desamor, ama tú a ver qué resulta.
  11. Silencio, risas, confianza.
  12. Si al final te quedas solo, proyecta en los hospitales o jardines del futuro las sombras que conociste. Escribe.