: retórica, de gloria trevi a peña nieto
(pasando por satán y felipe calderón)







Texto tomado de mi columna Metales Pesados de la revista Emeequis.



Solemos relacionar la retórica con algo que huele a almidón y a polilla. Algo viejo. En desuso. Pensamos, tal vez, en discursos afectados y engolados. En algo pasado de moda. En marrullería. En engaño. Algo hay de eso último, sí (sobre todo cuando se trata de la retórica podrida de nuestros políticos). La retórica sirve tanto para seducir como para compeler a los odios acendrados de una comunidad; para iniciar una guerra contra el trasiego de alguna sustancia o para llevarse a alguien a la cama. Retórica. Está tan presente en el discurso de Marco Antonio a los romanos como en los informerciales de Troy McClure (“Hola, soy Troy McClure; tal vez me recuerden por películas como…”); está en esos acartonados discursos de teleprómpter de Enrique Peña Nieto y en los más emotivos y convincentes de, sí, Gloria Trevi.
Si por un momento dejamos de quejarnos y de soltar la cantaleta clasemediera de “todos los políticos y sus discursos son una mierda” y nos detenemos a escuchar, en cambio, lo que realmente dice cada uno y cada una de ellas, encontraremos que ese artilugio que a nuestros bisabuelos les enseñaban en la escuela, la retórica, sigue allí, operando igual que antes. Basta buscar el más reciente discurso de victoria de Barack Obama en una ventana del navegador y abrir otra con la entrada de Wikipedia que arroje “retórica”, y nos daremos cuenta de que ese discurso tan cool de Obama que todo mundo celebró, en apariencia casual e improvisado, con sus toques emotivos que hicieron lagrimear a más de uno cuando aludió a su amor por Michelle y sus hijas (tal como hizo Richard Nixon en su tiempo para intentar salir del brete del Watergate), en realidad no difiere en esencia de un discurso retórico clásico estupendamente estudiado y ejecutado que hubiera enorgullecido a Marco Tulio Cicerón (106 a.C.), el Manny Pacquiao invicto de la retórica hasta que se encontró con su Titanic: Marco Antonio, otro gran campeón de la retórica.




Mientras que la educación protestante en la que se formó Obama propicia el entrenamiento en el debate de las ideas, la persuasión y la oratoria desde los grados básicos hasta la universidad como herramientas fundamentales de conocimiento, en nuestro país quienes asistimos a escuelas públicas supimos que, en cambio, el viejo régimen del PRI propició la repetición machacona, irreflexiva y acrítica de información oficial previamente procesada e inoculada. Yo mismo soy un heredero del método que dictaba que “la letra con sangre entra” y debí memorizar, por ejemplo, la Suave patria a base de golpes de vara en las palmas de las manos (lo juro, no exagero). No obstante --aunque no pueda sacármelo de la cabeza--, hasta la fecha no sé qué coño signifique “Arrancarle a la epopeya un gajo”. Quizá de allí que el funcionamiento de las estructuras, los recursos del discurso retórico y nuestra poca capacidad de contraargumentación fundada contra los discursos políticos –a no ser que sea su llana y arbitraria desacreditación-- nos resulten algo tan ajeno. Seguramente de allí provenga también nuestra raquítica tradición del discurso político, donde lo que sobran son más bien anti-joyas de la retórica como el “Defenderé el peso como un perro”, el “Cállate, Chachalaca” o el “Lavadoras de dos patas”. Encima, en cuanto a los discursos que cierto sector del priismo rancio suele alabar y tener como memorables, no hallamos sino plagios tropicalizados y grandilocuentes de viejos discursos históricos: basta citar el “Yo veo un México…” de Luis Donaldo Colosio en el monumento a la Revolución en 1994, una anáfora de primaria que le costaría más tarde la vida (ver retórica para principiantes y de cómo el PRI suele acribillar a sus candidatos capaces, como Colosio, de articular más de un pentámetro yámbico seguido). Colosio no hizo sino imitar pobremente la célebre anáfora “Tengo un sueño” de Martin Luher King, otro de los campeones de la retórica. Ése es, en fin, el nivel de nuestros políticos al momento de dirigirse a sus audiencias.
Existen, según Aristóteles, tres puntales de la retórica: el ethos, el pathos y el logos. El ethos se refiere a la manera de entablar la relación con los oyentes. Hay dos ejemplos muy descriptivos de las dos vertientes de la retórica contemporánea en este país, y sobre todo de dos tradiciones divergentes al momento de construirse un ethos. Peña Nieto es uno bastante evidente de la antigua tradición retórica del priato (esa misma que nos hacía repasar la Suave patria sin comprender una sola frase hasta que nos sangraran los oídos). Peña Nieto es un ejemplo evidente de retórica para mal, como pudimos atestiguar en su discurso de victoria el día de las elecciones, o en su más reciente de toma de protesta como presidente de México. Enrique Peña Nieto es un campeón de la mala retórica. Representa lo más rancio y acartonado de la tradición del régimen autoritario del PRI. Representa lo más obsoleto de lo que solemos entender como retórica y quizá lo que él representa tenga buena culpa del desprestigio contemporáneo de la misma. Sus discursos, su lenguaje corporal, huelen a naftalina. Huelen a pólvora. Ni siquiera hace falta que abra la boca: su propia manera de presentarse, la gente de la que se rodea, en fin, su ethos, ya dejan de manifiesto todo ese aparato destartalado de la vieja escuela discursiva que carga a cuestas. Y es que la retórica no sólo está en lo dicho, sino en la imagen de quien nos lo dice y la forma en que se exhibe frente a una audiencia. ¿Cómo puede apelar un orador al ethos –el basamento retórico a partir de cual intenta un orador acercarse a su público— cuando éste llega a sus eventos en helicóptero o monta un cerco impresionante y ofensivo en manzanas a la redonda? ¿Existe mejor forma de autosabotear su propio ethos, de volverse más antipático frente a sus escuchas, por no hablar ya de sus detractores?



Por otro lado, y aunque es de la misma edad que Peña Nieto, el caso contrario y mejor ejemplo de una retórica invisible y para nada engolada ni autoritaria como la del PRI --pero mucho más efectiva, eso sí, al momento de disuadir o conmover a sus miles de oyentes--, es la de Gloria Trevi. Momento. Todavía no me lapiden. Ahora vienen mis argumentos (he aquí la retórica en acción: acabo de usar una prolepsis, un recurso retórico, para que sigan leyendo esta sarta de tonterías). Tuve la extraña suerte de ver a Gloria Trevi en la entrega de los premios del Auditorio Nacional hace poco. Gloria, desde luego, arrasó en su categoría. Hasta aquí todo bien. Bostezos. Sin embargo, cuando Gloria Trevi dio su discurso de aceptación, se echó a la bolsa a los cincuenta mil asistentes al evento, incluyéndome a mí. Algunos políticos deberían aprender sus trucos. ¿Qué es lo que hace que yo le crea a Gloria cuando finge que está a punto de soltar el llanto incluso cuando sé que éste es un recurso tan viejo como las barbas de Aristóteles y que sé que esa técnica hasta tiene un nombre? (Se llama aposiopesis, y consiste en una interrupción súbita y deliberada, como si no se supiera por dónde seguir con el discurso, y es muy efectiva al momento de despertar el pathos de la audiencia.) A diferencia de Peña Nieto, Gloria inicia sus discursos refiriéndose a un nosotros, los asistentes al Auditorio Nacional, como la “raza”. Ya no como el “señoras y señores” de Peña Nieto en su discurso de victoria en las últimas elecciones. Gloria, a diferencia de Peña, se pone a nuestro nivel, no lejos ni por encima, sino aún más: atisba un origen común, un origen compartido; somos, ella y nosotros, la prole que intrínsecamente el ethos de Peña repele. A partir de aquí, el logos, sus argumentos, encontrarán oídos bien dispuestos para escucharla. Comprar su disco. Donar pañales y leche en polvo para el hijo que parió en una cárcel de Brasil. Donar dinero para el Teletón. Robar los coches del estacionamiento del Auditorio Nacional, incendiarlos y volcarlos contra la cerca de seguridad impuesta alrededor de San Lázaro por Peña Nieto. Lo que sea que ella diga lo haremos.
Algo muy similar en la efectividad del ethos de Gloria, ocurre en los discursos de Jennifer López y Adolf Hitler. Mientras que J-Lo dice “I’m still Jenny from the block” para posicionar su ethos y darle legitimidad a sus argumentos, el discurso de Hitler a los trabajadores de la fábrica de Siemens en 1933 hace exactamente lo mismo: se refiere a ellos como “queridos trabajadores alemanes”; apela a sus orígenes desclasados y a su pasado de trabajo duro y al hambre por los que él ha transitado igual que todos ellos. “Yo crecí como uno de ustedes”, les dijo Hitler. “Lo que vengo a decir no es el discurso de un canciller.” En otras palabras: Soy Adolf el del barrio, escúchenme y créanme, no vengo a engañarlos, soy uno de ustedes. Soy raza. De allí a convencer a todo un país de cometer la mayor sangría del siglo XX ya sólo hay un paso.
A diferencia de Peña Nieto, Marco Antonio, Gloria Trevi, J-Lo y Hitler comparten una habilidad discursiva nata. El impacto para conmover, alentar a las masas (ya sea para que asistamos a su próximo concierto, que compremos su nuevo perfume o para que tomemos nuestro fusil y marchemos directo a un baño de sangre supremacista desquiciado) encuentra su efectividad en ese primer nivel de la retórica que –uno de forma más conciente que otros— emplean en sus canciones o en sus arengas megalómanas: el ethos. El ethos es el “mira quién habla”. Yo, Jenny la del barrio. Yo, un romano, como tú. Yo, un obrero alemán como ustedes. Yo, Gloria, raza. Yo, Peña Nieto; tú, la prole.
¿Por qué la gran mayoría de nuestros políticos y los entrenadores de futbol hablan en plural si sabemos que éste es un rasgo de esquizofrenia? Antes de descalificarlos a todos de un plumazo, como solemos hacer, veamos de dónde viene, por ejemplo, esta desagradable muleta retórica aprendida por imitación de los políticos del viejo régimen. Este “nosotros” no es sino la forma más simple de apelar a un ethos colectivo, al pueblo de México, la forma más fácil (pero chocante y ya poco efectiva) que tienen nuestros políticos de situarse dentro del pueblo al momento de dirigirse a la audiencia. Éste es uno de los principales propósitos de la retórica. Abraham Lincoln, hijo de un campesino analfabeta de Kentucky, pudo haber sido el precursor de este tipo de discurso de “registro bajo” que llama a un ethos plural y en el que él se insertaba de manera natural por sus propios orígenes (no hay que perder de vista que, tal como en los discursos de Gloria Trevi, la retórica más efectiva suele ser la que es menos obviamente retórica). Esta misma tradición del discurso austero (o también llamado estilo ático por Cicerón) sigue viva hasta nuestros días, y para Barack Obama, por ejemplo, que acostumbra apelar a sus orígenes con tanta frecuencia como Lincoln, ha servido como un golpe certero y directo al conformar un discurso incluyente: “Yes WE can”. Mientras que en nuestro país, ese “nosotros” se vuelve un estribillo descafeinado que más bien causa un efecto contrario y nos mueve a la desconfianza: Felipe Calderón hablaba en plural de sí mismo cuando decía que “libramos una guerra contra el narco”. “¿Está borracho otra vez?”, llegamos a pensar. “Es su guerra, que a nosotros no nos meta en la responsabilidad de su sangría”, decíamos otros. De igual manera: ¿de qué nosotros habla Peña Nieto, con qué legitimidad moral, desde qué ethos? De un nosotros excluyente, aquellos que no forman parte de la prole. (La prole. He ahí una de los más estruendosas demoliciones de un ethos público en la historia de la política reciente). Ese “nosotros”, ese ethos al que llama sin éxito nuestra clase política simplemente no nos incluye ni nos hacer sentir aludidos porque, entre otras muchas razones históricas, la tradición oratoria de la que emana está muy desgastada, ha perdido todo efecto y todo nexo con esa audiencia a la que presuntamente pretende convocar: desde “la nación” de Lázaro Cárdenas, el “compatriotas” de López Portillo y el “amigos y amigas” de Calderón. Vamos, hasta los discursos de López Obrador son una tropicalización de los más gastados lugares comunes de la retórica: “Un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” no es sino la copia del tricolon, el zeugma y el epístrofe con que cierra el discurso más famoso de Lincoln en Gettysburg tras la batalla más sanguinaria de la Guerra Civil y con su hijo recién muerto (mientras que al decir esto el hijo de López Obrador se pasea con sus zapatos Louis Vuitton). Nuestros políticos al momento de subirse al podio no generan más ese efecto del “Romanos…” del ardoroso discurso de Marco Antonio al que todos nos sumaríamos sin dudarlo (si fuéramos romanos, claro); sino justo el opuesto: el efecto de ser el “Nosotros, una élite, los que podemos comprar zapatos Louis Vuitton, la clase privilegiada de los políticos que está por encima de ustedes”, y que sistemáticamente nos excluye.



Uno de los ejemplos más detestados de una retórica defectuosa fue la elaborada en el sexenio que concluyó. Una retórica en torno a la “guerra” contra el narcotráfico de Felipe Calderón que pretendía legitimar su mandato después de una elección fraudulenta. La retórica belicista que empleó Felipe Calderón desde el comienzo de su sexenio tuvo su fundamento en un epimema clásico que, al menos no en términos de una estricto silogismo lógico (donde su argumento sería inadmisible), parece irrebatible: “Si no estás con nosotros estás con los terroristas”. El primer campeón de esta retórica binaria belicista, contrario a lo que uno podría imaginar, no fue George W. Bush; pero sí un primo suyo un poco más simpático: Satanás, el maestro de la mentira. El Diablo, el Michael Jordan de la persuasión. Satán, el Pichichi del engaño al que todo político debería levantarle un altar, si no es que ya lo hacen. En El paraíso perdido de Milton encontramos a Satán como el general que llama a sus huestes en el infierno para emprender una guerra. Al llamar a la guerra eterna, Satán (y su discípulo Calderón) ni siquiera se pregunta si la guerra es el mejor camino: la asume como única vía, y elabora mañosamente un ethos plural en su discurso a su lugarteniente Belcebú. “Nosotros libramos una guerra contra… (el Todopoderoso, el narco, los emos, los reguetoneros, etcétera)” que hace que quien no se sienta identificado con esa colectividad que entrará en una guerra inminente y necesaria como única vía, quede automáticamente relegada al otro bando, el de los enemigos. Felipe Calderón, como vemos, al menos a nivel retórico, fue uno de los alumnos más avezados de Satán durante su sexenio.
Ahora que conocemos un poco de cómo opera la retórica en los discursos de nuestros políticos (a veces de formas más evidentes, a veces menos; algunas veces para llevar a una nación a la guerra y otras más para llevarse a alguien a la cama), intentemos ir más allá de la queja estéril contra la clase política a la que nos es tan cómodo recurrir. Deconstruyamos los torpes discursos de nuestros políticos, juzguemos cada uno de sus argumentos y rebatamos un grado por encima de la acusación resentida o ad hominem. Ya sean Beyoncé, Gloria Trevi o Tiger Woods derramando lágrimas, Barack Obama hablando emotivamente de su matrimonio y sus hijas, o bien Felipe Calderón llamando a la guerra contra el narco, no lo olviden: todos mienten. Sólo que algunos lo hacen mejor y con más elegancia que otros.

* * *
Bibliografía:
¿Me hablas a mí? La retórica de Aristóteles a Obama
Sam Leith
Taurus, 2012