: una
generación inexistente (I)
La generación a
la que pertenezco forma parte de lo que suele llamarse un bono demográfico.
Nunca antes existió en México una fuerza creativa y laboral tan grande como la
que se está desperdiciando sin remedio por múltiples factores: entre ellos la
falta de crecimiento económico sostenido y la violencia desatada que ha tomado
como carne de cañón principalmente a los jóvenes. La mía es, además, un
generación a quien su país y el partido hegemónico en el poder (el PRI) han
criado a base de grandes dosis de mentira, represión, censura, corrupción y
retórica hueca. Ese mismo partido de Estado le prometió a esta generación las
virtudes supuestamente lenitivas y purificadoras del neoliberalismo durante los
años noventa, las promesas del primer mundo y de la apertura de los mercados
que nos harían vernos más fashion y menos sucios. Pero de eso tampoco hubo
nada. Se nos prometió, finalmente, una democracia y una transición del poder
ganada por la ciudadanía luego de décadas; pero de eso otro, salvo una sangría
que ha dejado más de seis decenas de miles de muertos, tampoco se ve muy claro.
¿Puede entonces hablarse ya de que ésta, la generación más sana y mejor educada
en la historia del país, es una generación perdida?
Es sabido que las generaciones de transición dentro de una tradición
literaria suelen ser las que, paradójicamente, terminan por aportar los
elementos más interesantes a esa misma tradición, hacerla cambiar de rumbo
significativamente. Y sucede que, al no haber tenido un evento crucial o una
narrativa histórica que les dé sentido y coherencia como generación (no tuvimos
un 68, ni tampoco un movimiento para evitar la reinstauración del PRI como sí
lo tuvo la generación del #yosoy132), a la que pertenecen los nuevos narradores
y narradoras mexicanos es, en efecto, una generación de transición.
Al referirme a una “generación”, tomo como corte cronológico los quince
años sugeridos por Ortega y Gasset. Es decir, aquellos autores mexicanos
nacidos a partir de 1970 y hasta mediados de los años ochenta. Y tomo como obra
inaugural --o de clausura de la generación precedente-- la novela La muerte
de un instalador de Álvaro Enrigue,
publicada en 1996 por el sello Joaquín Mortiz. Hablemos, pues, de aquellos
narradores y narradoras dentro de ese margen cronológico que han
profesionalizado su escritura y que han conjurado comunidades lectoras gracias
a sus carreras, lo significativo de alguna de sus obras, por el número de
traducciones, o por haber aparecido en sellos consumados. Me arriesgaré a
nombrar unos cuantos. Alberto Chimal, Juan José Rodríguez, Heriberto Yépez,
Yuri Herrera, Guadalupe Nettel, Antonio Ortuño, Carlos Velásquez, Luis Felipe
Lomelí, Julián Herbert, Bernardo Esquinca, Valeria Luiselli, Juan José
Rodríguez, Emiliano Monge, Rafael Lemus, David Miklos, Bernardo Fernández BEF,
Antonio Ramos, Luis Jorge Boone, Brenda Lozano, Daniela Tarazona, Pablo
Raphael, Allan Paul Mallard, por nombrar solamente a algunos de los más
visibles y corriendo riesgo de ser lapidado por no incluir los nombres de
todos.
Salvo los casos de los autores con más tiempo en activo (como Álvaro
Enrigue, Alberto Chimal o Fabrizio Mejía Madrid, que pueden ser considerados
los autores decanos o parteaguas de esta generación), se puede hablar de que
ésta es la primera generación que comenzó a escribir y a publicar sin la sombra
de una figura patriarcal y hegemónica que ejerciera no sólo influencia
estética, sino, de hecho, un poder fáctico decisivo. Tomemos en cuenta que
cuando Octavio Paz recibía el Nobel los más viejos de esta generación estaban
cumpliendo los veinte años y los más jóvenes cursaban apenas la primaria o el
preescolar. Para esta generación, a diferencia de la generación de autores
nacidos en los sesenta (llamada la Generación de los Enterradores por dos
autores que apelaban al acto del parricidio como acto de independencia) ya
resulta ridículo patear el pesebre y enterrar a los padres literarios
simplemente porque, muertos Octavio Paz y Carlos Fuentes, no hay contra quién
hacerlo. El poder patriarcal y vertical que los antiguos caciques ejercían en
nuestra literatura (el modelo se replicaba casi sin falla en muchos estados del
país) está cada vez más disperso. Aunque el centralismo persiste, cada una y
cada uno de estos autores escribe desde sus ciudades de nacimiento o residencia
de elección; es decir, ya no es imprescindible vivir en la capital del país
para ser publicado por las grandes editoriales, como sí sucedía hasta hace muy
poco. Esta dispersión de poder geográfico incide forzosamente en la dispersión
de influencias, estímulos, formas y temas en los libros de dichos autores. Y no
hay que olvidar que ésta ha sido, además, la generación que vivió el apagón
analógico y la entrada de la era digital.
¿La “gran novela mexicana”? ¿En qué canal pasan eso? ¿Qué es lo que leen
los narradores mexicanos nacidos a partir de 1970? La respuesta es fácil:
muchos de ellos leen todo aquello que Carlos Fuentes, el último patriarca de la
literatura mexicana por fortuna ya muerto, dejó fuera de su canon personal. Ya
no aspiran, por tanto, a esa tarea antes obligatoria para afirmarse como
narrador en nuestro continente que desde el siglo XIX hasta el siglo XX se les
exigía: escribir la Gran Novela Mexicana o Latinoamericana.
Para quienes les interese, hay antologías y artículos indispensables para
comprender cómo se ha agrupado esta generación. El precedente inmediato es la
compilación Dispersión multitudinaria,
coordinada en 1997 para la editorial Joaquín Mortiz por Leonardo da Jandra, y
donde por primera vez aparecen autores emergentes como Álvaro Enrigue,
Guadalupe Nettel o David Miklos. Sin embargo, es hasta Nuevas voces
de la narrativa mexicana, editada también
por el sello Joaquín Mortiz en 2004 a cargo de Andrés Ramírez, así como Novísimos
cuentos de la República Mexicana,
coordinada por Mayra Inzunza para la editorial estatal Tierra Adentro en 2005,
donde ya se perfila el núcleo de narradores que conformarán la generación, como
Heriberto Yépez, Alberto Chimal, Bernardo Esquinca, Bernardo Fernández, Juan
José Rodríguez, Pablo Raphael o Julián Herbert. Pero no es sino hasta la
polémica –y para algunos “fallida”-- antología Grandes Hits, volumen
1 editado por mí para Almadía en 2008,
donde ya se muestran a autores con voces sólidas y reconocibles. Sin embargo,
el volumen 2 de dicha compilación jamás vio la luz: en él pretendía incluir a
la que considero la otra mitad de autores fundamentales de esta generación,
como Yuri Herrera, Valeria Luiselli, Juan Pablo Villalobos, Daniela Tarazona,
Brenda Lozano, Emiliano Monge o Carlos Velázquez, entre varios otros.
Sólo hasta el 2012 fue que la revista Nexos le prestó atención a esta
generación como conjunto y se dedicó a publicar una serie de artículos al
respecto (algunos muy certeros e informados, como el de Valeria Luiselli o el
de Noé Cárdenas, otros francamente maquinazos); sin embargo, los artículos de
la crítica que, en cambio, considero fundamentales para entender a esta
generación como tal son cuatro. Los dos primeros aparecieron en 2007 en el
mismo número de la revista Quimera de
Barcelona cuando se celebró el festival Fét a Méxic de literatura mexicana por
iniciativa de la escritora catalana Lolita Bosch. Sus respectivos autores son
Rafael Lemus y Pablo Raphael (quien hace un par de años quedaría finalista del
Premio Anagrama de Ensayo por una versión hecha libro de aquel mismo texto: La
fábrica del lenguaje S.A.). Geney Beltrán
también estableció las primeras coordenadas de esta generación en un ensayo de
la revista Blancomóvil en 2004. Y
por último, fue Jaime Mesa quien se animó en el diario Milenio en 2008 a poner
el primer apelativo para el concepto que todas las antologías y ensayos
anteriores ya barajaban pero que no se habían atrevido a nombrar: La Generación
Inexistente.
Inexistente. ¿Será éste el adjetivo que mejor describa a toda una
generación de transición dentro de la tradición literaria nacional? Eso está
por verse.
*Texto tomado de mi columna Metales Pesados en Emeequis.