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: harmony korine, 
spring break forever









El white trash es el nuevo negro

“¿Crees que podamos coger con Selena Gómez?”
“Sí, claro. Definitivamente. [Pausa.] ¿Quién es Selena Gómez?”
“Es esa perra de Disney. Pero está saliendo con Justin Bieber.”
“¿Crees que Justin Bieber tenga un pito de 22 centímetros? Y aunque así fuera, estoy seguro de que no tiene dos.”
Esta conversación tuvo lugar entre uno de los dos ATL Twins y su entrevistador de la revista Vice luego del lanzamiento de Spring Breakers, la más reciente película de Harmony Korine. El diálogo describe en pocas palabras toda aquella supuesta voluntad “provocadora” que la cinta pretende despertar en las audiencias. En la vida real, tal como se alcanza a vislumbrar en la película, los gemelos ATL son dos skaters, dos white trashers de familia violenta y disfuncional asiduos a las drogas duras que –igual que hizo en su tiempo Larry Clark con él– Harmony Korine “descubrió” en la calle para esta película. Además de estos dos excéntricos personajes, en Spring Breakers aparecen, en efecto, dos de las chicas Disney de moda: Selena Gómez y Vanessa Hudgens. De entrada, la combinación entre calle y drogas duras y sexo-de-doble-penetración con el mundo asexuado, casto y rosa de Disney parece explosiva. De acuerdo. Pero sucede que, si lo que uno quiere, es dejar de ser el eterno adolescente que puede patear el pesebre cada vez que se le antoja, Harmony Korine (Bolinas, California, 1973) necesita ya –a sus casi cuarenta años de edad– bastante más que un video-clip con celebridades y hip-hop de estética MTV de poco menos que dos horas de duración (música de Skrillex y Britney Spears incluidos para las escenas más “violentas”).
No es que el pop se haya vuelto feo. Lo feo se volvió parte de la estética pop desde hace tiempo. No es un secreto. Lo marginal es absorbido por sistema por el centro para etiquetarlo y volverlo un producto de consumo masivo. Y la estética white trash está viviendo su auge en los medios y en los productos artísticos de consumo tanto en la alta como en la baja cultura. Los personajes y los márgenes representados en los imaginarios visuales de Nan Goldin, Cindy Sherman, William Eggleston, John Waters o Larry Clark, son ahora bastiones de un nuevo canon, de una nueva línea de consumo que dicta la estética de revistas como Vice o incluso Vogue, y cadenas de música como MTV. Lo trashy está de moda. El fotógrafo Terry Richardson y la cantante Lana del Rey representan estupendos ejemplos del nuevo prestigio que ha cobrado esa estética white trash con la que típicamente se designaba a los blancos burdos e ignorantes de clase media del sur de los Estados Unidos, paradójicamente una franja de la población con un tremendo poder adquisitivo.
Harmony Korine es el niño consentido de esta vieja-nueva estética desde su colaboración con Larry Clark en Kids (1995), y sus posteriores películas Gummo (1997) y Julien Donkey-Boy (1999, primer largometraje no-danés certificado por Dogma 95).





Falsa libertad y spring break
A propósito de la supuesta libertad de elección y la entrada a la adultez en el mundo contemporáneo, dice Slavoj Zizek que en las comunidades amish de los Estados Unidos se lleva a cabo una práctica de iniciación. La rumspringa. La rumspringa es una institución consistente en que, al llegar a la mayoría de edad, los adolescentes –mujeres y varones– son alentados a exiliarse de la agregación durante un par de años. Antes habituados a una disciplina rigurosa y a una vida de restricciones, de pronto estos jóvenes amish tienen libertad para usar aparatos eléctricos, manejar automóviles, escuchar música pop, ver televisión, tener acceso a internet, vestir a la moda, tener relaciones sexuales, beber alcohol y usar drogas. Al término del plazo contemplado en la rumspringa, los muchachos deben realizar una libre elección. Volver a su comunidad para readaptarse a sus usos y costumbres de por vida, o permanecer en el exterior y convertirse en ciudadanos comunes y corrientes. Los resultados son avasalladores. Casi el cien por ciento de los jóvenes amish vuelve al confinamiento sin pensárselo mucho. Puede ser que la libertad consista en el acceso a la “pecabilidad ordinaria”, como afirma Pascal Bruckner, “a la obligación de responder a los actos propios, incluso a los menos lúcidos”. Pero, en este caso, incapaces –porque nunca fueron educados para ello– de hacerse responsables de sí mismos por primera vez frente a una repentina y completa permisividad, y sin una figura regulatoria inmediata que los vigile, aliente o amoneste, los pobres muchachos amish caen en un terrible estado de angustia y de vacío luego de atiborrarse hasta el cansancio de los placeres mundanos de la vida moderna. Vuelven a la comunidad contritos, dóciles, para transformarse en los ciudadanos ejemplares de por vida que cuidarán la tradición. Tal como vuelven los spring breakers a sus hogares cuando la fiesta se ha terminado, listos para hacerse cargo el país más poderoso del mundo. No es ninguna coincidencia.
Esa iniciación amish que en apariencia implica una “libre elección” (pero que no es sino un rito iniciático destinado a atar a los miembros a una comunidad conservadora y excluyente) puede trasladarse perfectamente a las prácticas de las hordas escandalosas de estudiantes gringos que invaden todos los años las playas mexicanas, dispuestos a beber y drogarse hasta perder la consciencia mientras se frotan con el mayor número de genitales posibles. Las adolescentes que protagonizan Spring Breakers son tres quinceañeras blancas y protestantes de clase media, más una cuarta interpretada por Selena Gómez para dar la cuota “latina” (y ser la primera de las chicas que vuelve al redil frenada por su conciencia católica). Se encuentran agobiadas por el tedio de una ciudad pequeña y conservadora de los Estados Unidos, así que deciden, por qué no, perpetrar un asalto violento para escaparse con el dinero a Florida y vivir unas desenfrenadas vacaciones permanentes bajo el lema de “spring break forever”. El resto de la película es, por tanto, predecible: sexo, drogas, violencia y hip-hop. Pero ni siquiera tantos como la película y su publicidad nos lo prometen. La escena más “escandalosa”, por ejemplo, es aquella donde James Franco simula una felación doble a los cañones de las armas con que le apuntan dos de las muchachas. Bostezo. Uno esperaría bastante más “escándalo” que ver en pantalla a las chicas Disney inhalando vitamina B12 en forma de polvo blanco. ¡Cualquier video de Miley Cyrus en YouTube fumando mariguana resulta ser más divertido!
El afán de eterno provocador –a veces gratuito– de Harmony Korine parece que ha quedado atrofiado. Nunca en otra anécdota de sus anteriores películas queda signada de manera tan clara la condena de su discurso como director: “Spring break foverer”. La época de cobrar réditos como enfant terrible, sencillamente, se le ha terminado. Está por verse si el niño malo del cine norteamericano logra sobrevivir a su alocado periodo de rumspringa y consigue reinventarse para contarlo.







*Texto tomado de mi columna Metales Pesados en la revista Emeequis.