: el día que no le di la mano a zabludovsky
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El sábado 24 del mes de mayo, en la ciudad de
Buenos Aires, la Asociación Gardeliana Argentina le otorgó la “orden del
porteño” al periodista Jacobo Zabludovsky. El evento (que además sirvió como
excusa para celebrar su cumpleaños) tuvo lugar en la Embajada de México.
Sinceramente, no sé qué reconocimientos
pueden otorgársele a una figura tan turbia como la que representa Jacobo Zabludovsky
para varias generaciones de mexicanos más allá de su “aportación al mundo del
tango”.
Para mi generación, Zabludosky no es más
que la imagen viva del periodismo puesto al servicio del poder. Una forma de
ejercer el periodismo que, por desgracia, en nuestro país ha creado escuela:
Televisa y el PRI requirieron de más de un sustituto a la altura de los
servicios que durante muchos años les brindó fielmente Zabludovsky. Para toda
una generación de mexicanos, Jacobo Zabludovsky es el caso por antonomasia del
servilismo oprobioso y con línea directa del régimen autoritario del PRI que se
perpetuó durante décadas. De oficialismo. De censura. De mentiras.
Pero la cosa va más allá. Jacobo
Zabludosky figuraba inconcebiblemente hasta hace unos días en la lista de
candidatos al premio Príncipe de Asturias. La mera consideración de esa
candidatura resultaba ofensiva para muchos mexicanos. Por suerte, fue Quino, el
caricaturista argentino y creador de Mafalda, quien mereció el reconocimiento. Tal parece que los jurados del Premio Asturias
nunca escucharon la canción de Molotov dedicada a Jacobo Zabludosky: “Que no te
haga bobo Jacobo”.
En determinado momento de la celebración
de la “orden porteña” en Buenos Aires, cuando Zabludosky se levantó de su mesa
para saludar a los mexicanos que por casualidad estábamos por ahí, se me acercó.
“¿Qué se siente haber escrito una novela tan fuerte a sus pocos años?”, creo
que dijo y estiró la mano para saludarme. No la acepté. Lívido y con los ojos
claros, me miró sorprendido. “¿Qué se siente haber ayudado a joder a México
durante tantos años?”, respondí.
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¿Qué es la literatura latinoamericana? ¿Es
pertinente hablar de un concepto semejante a estas alturas en un mundo
globalizado? Son las preguntas que han rondado en las varias mesas de discusión
en que participé en estas semanas en Argentina. Pero creo que hoy, al fin, sé
un poco mejor lo que es eso. O quizá no.
El Festival Azabache en Mar del Plata me
dio la primera idea: en una mesa amontonada y medio caótica de ocho ponentes,
alguien nos preguntó en qué consistía la fuerza de las nuevas editoriales independientes
latinoamericanas; a lo que casi en unísono respondimos varios: “En esto, en que
somos un montón”.
Otra idea, mucho más lúcida y articulada,
me la dio esa misma noche la lectura que hizo el escritor chileno Pedro
Lemebel:
“Podría escribir clarito, podría escribir sin tantos recovecos, sin tanto
remolino inútil. Podría escribir casi telegráfico para la globa y para la
homologación simétrica de las lenguas arrodilladas al inglés. Nunca escribiré
en inglés, con suerte digo go home. Podría escribir novelas y novelones de
historias precisas de silencios simbólicos. Podría escribir en el silencio del
tao con esa fastuosidad de la letra precisa y guardarme los adjetivos bajo la
lengua proscrita. Podría escribir sin lengua, como un conductor de CNN, sin acento
y sin sal. Pero tengo la lengua salada y las vocales me cantan en vez de
educar.”
Podríamos escribir así los autores y las
autoras de los países de América Latina. Pero no lo hacemos. Elegimos lo
opuesto. Porque tenemos la lengua salada.
Sólo hasta que conocí en Buenos Aires al
escritor argentino Edgardo Cozarinsky, la idea de montón en la mesa de Mar del
Plata me quedó claramente ejemplificada en un episodio ocurrido hace unas
décadas. En su libro El pase del testigo,
Cozarinsky da la que para mí es la definición más óptima del concepto vago de
la literatura latinoamericana. Pero de otro modo. Cozarinsky cuenta los últimos
días del escritor cubano Severo Sarduy. Sarduy, en los años sesenta, se
convirtió en una suerte de diversión para los intelectuales y aristócratas franceses
–entre ellos Roland Barthes, Jacques Lacan y la pareja del cubano, François Wahl,
que pretendió “alfabetizarlo para no ser más que la mulata que se acostaba con
él”--, incapaces todos ellos de ver en él a un igual,
a un escritor, sino a un fenómeno exótico llegado de un país pobre. En sus
últimos días, enfermo de sida, Sarduy fue dejado en la calle por sus amantes y
amigos de la aristocracia francesa que a él le gustaba tanto frecuentar. Fueron
únicamente sus colegas latinoamericanos –también en la pobreza, sin ninguna
clase de seguridad social y viviendo al día en la capital de Francia— quienes
lo socorrieron y estuvieron al pie del cañón el día de su entierro.
¿Qué es la literatura latinoamericana,
entonces? Es eso. La fuerza del montón, de los colegas, los amigos y las amigas
que no fallan en el momento que hace falta. Este viaje a Argentina me lo ha
dejado más claro.