: el anarquismo sin el feminismo
es una ética
finita
Por: Vania Escales
Resulta extraño comenzar escribiendo “la historia
política de las mujeres”, ¿quiénes son las mujeres? Una minoría mayoritaria; un
conjunto de existentes humanos atravesado por procesos sociales, económicos y
culturales que han hecho de él un conjunto de sujetas; sujetas dedicadas a la
reproducción de esa cultura que las somete y al trabajo reproductivo de más
humanos; subjetividades sometidas.
Aunque el Síndrome de Estocolmo sea para muchas el aire
que respiran, la correa atada al cuello que les puso el sistema patriarcal a
veces ahorca y otras hiere: feminicidios, cirugías estéticas, horas moldeando
el cuerpo en el gimnasio, educación de los gestos, etc. Dentro de esta
vasta minoría una porción intentó con más o menos éxito desandar los caminos de
la sujeción: las anarquistas. A ellas hay que sumar otros colectivos que aunque
por caminos distintos también buscaron dar curso a existencias insumisas.
Estas mujeres de fines del XIX y comienzos del XX
encontraron en el anarquismo una serie de consignas emancipatorias que harían
propias: los argumentos de su liberación. Y fueron anarquistas a pesar de los
anarquistas. ¿Revestían interés las mujeres para los compañeros? Mucho indica
que muy poco o que, en todo caso, se trataba de un interés residual y
secundario. Las mujeres debían primero comprender la causa para no funcionar
como obstáculos en las luchas de sus parejas sentimentales. No debían alejar al
obrero de su camino de reivindicaciones. Se creía que las mujeres cultivaban en
el ámbito privado dos cosas: miedo a la huelga y religiosidad, ¿entendían los
compañeros que ellos las habían encerrado allí? Seguramente unos pocos sí lo
hicieron, pero el eslogan “ni dios, ni patrón, ni marido” identifica los
agentes de sometimiento con claridad.
Las anarquistas no solo compartían con los compañeros las
desventuras de la precarización del empleo, de las tiranías del patrón, de lo
fortuito e inestable de su destino, sino que lograron, además, entender los
dispositivos de dominación, de objetivación que las mantenían en relación de subordinación.
La humillación de la servidumbre continuaba en el ámbito privado.
Una de las virtudes del anarquismo es haber planteado que
lo privado es político. Los efectos de este descubrimiento fueron dispares. Es
conocida la tensión que provocó La voz de la mujer * y su
denuncia contra los compañeros que caminan para atrás cuando de la situación de
las mujeres se trata: cangrejos cómodos conservadores que ante la posibilidad
de ejercer dominio, ceden. Pero, ¿no eran anarquistas, acaso? Sin dudas identificaron
lo que los sometía pero no vieron su rol en el sometimiento.
Vale la pena recordar la polémica de 1935 entre
Solidaridad Obrera, el órgano de la CNT, y Mujeres Libres que leemos en el
importante libro de Martha Ackelsberg, Mujeres Libres.
El anarquismo y la lucha por la emancipación de las
mujeres. Mariano R. Vázquez, secretario de la central sindical, le daba la
razón a Lucía Sánchez Saornil en que había hombres muy tiranos en sus casas
pero que “si bien pudiera ser cierto que los hombres no tratan a las mujeres
como iguales, es muy humano querer aferrarse a los privilegios. No se puede
esperar que los hombres renuncien a sus privilegios voluntariamente, del mismo
modo que no se espera que la burguesía ceda voluntariamente su poder al proletariado”.
La respuesta de Lucía fue “Será ‘muy humano’ que el hombre desee conservar su
hegemonía, pero no será anarquista”. Y aunque Lucía indica que la analogía es
falsa ya que burgueses y hombres no comparten intereses, pero mujeres y
hombres, sí; es posible pensar que Vázquez quiso decir lo que dijo y punto.
¿Cómo luchar contra regímenes autoritarios cuando se los
desea? ¿Cómo luchar contra la heterosexualidad como régimen normativo cuando
“es muy humano aferrarse a los privilegios”?
El fascismo microscópico puede alojarse en la pareja, en
el amigo, en el compañero o en uno mismo. Hay que repetir como un mantra: “La
lucha en el frente del deseo requiere una subversión de todos los poderes en
todos los niveles”. ¿Cómo oxidar las políticas represivas si se es cómplice de
los más rancios valores sociales? ¿Cómo corroer las prácticas del dominio si se
cree, con el heterocapitalismo, que el otro es mercancía y propiedad privada?
¿Cómo formar organizaciones disruptivas si imitan el Estado en pequeña escala en
lugar de ensayar prácticas de organización distintas? ¿Cómo descontaminarse de
las subjetividades autoritarias?
Al mismo tiempo el individuo surge como problema (sin
solución en lo que a esta persona se refiere): se piensa en términos de
individualidades, en vidas de anarquistas, en héroes y heroínas, en nombres
propios. Cada vez más se hace necesario volver a pensar las circunstancias en
las que nuestra existencia se desarrolla. Cada vez más el individualismo parece
invención y herencia del liberalismo aún vigente. Cada vez más se hace la
separación del individuo del campo social, como si tal cosa fuera posible. Son
las relaciones de producción capitalistas las que crean individuos aislados,
sin grupo, como condición necesaria para su captura como trabajador o
consumista. La determinación de “ser” es bastante indigesta, pero “ser con” y
abismarse en los otros provoca revoluciones cotidianas.
Rodolfo González Pacheco escribió en la década de 1930
que “Los anarquistas no tenemos más que a los anarquistas”, una indicación del
repliegue entre pares, una forma de cuidarnos mutuamente, de códigos
compartidos, de cultivar una cultura propia, etc. Las anarquistas dijeron algo
similar a los compañeros: cansadas de esperar su turno en la revolución dijeron
“nos tenemos a nosotras”. Aún hoy es posible escuchar a nostálgicos libertarios
misóginos subrayar que las anarquistas no eran feministas –para despreciar a
las últimas y como si el feminismo fuera cosa de “mujeres”– desconociendo que
actualmente es el movimiento feminista el que rompe más eficazmente el edificio
de las jerarquías, promueve formas insumisas y disidentes de vida, alberga y
cuida a todas aquellas vidas no asimiladas, además de generar debates y aportes
teóricos para unas culturas de la liberación afines al anarquismo. El feminismo
parece ser quien más lejos lleva la máxima bakuniana: destruye subjetividades
sumisas para crear otras sobre esas ruinas. En este sentido, incluso la palabra
mujer es de uso provisorio. No es extraño, entonces, que el anarquismo hoy sea
el feminismo radical. Como tal es enemigo, además, del feminismo creador de
víctimas y de todas las filosofías que refuerzan la idea de rebaño de ovejas.
El anarquismo, es decir, el feminismo socava el suelo donde los poderes se
erigen. El feminismo, es decir, el anarquismo, se propone extirpar los
microfascismos instalados en el terreno del deseo, en el terreno de la
reproducción social.
En este diccionario vamos a encontrar nombres propios que
son ideas fuerza. Tendremos que cruzar las entradas y leerlas sabiendo que
integraron organizaciones, que actuaron como manadas subversivas, que no
estuvieron solas esperando la revolución.
Nos legaron estrategias de supervivencia, nos enseñaron
que la libertad no se busca sino que se ejerce, nos dejaron un mapa que
transitaron. Leemos este diccionario sabiendo que las vidas que acá se cuentan
no fueron de heroínas porque ellas despreciaron las idolatrías, sino de
luchadoras que construyeron con sus pares nuevas formas de hacer política
basadas en la solidaridad, el affidamento y la determinación.
Finalmente, el trabajo de Cristina Guzzo, lleno de amor y cuidado, contribuye a
un capítulo importante de la historia del anarquismo y salda una deuda en la
historiografía de las mujeres.
Artículo tomado del Libro Libertarias
en América del sur de la A a la Z de Cristina Guzzo
(Corresponde al prólogo del libro).