: no habrá fosas suficientes 
para callarnos a todos







El pasado 2 de noviembre, aquí en la ciudad de Oaxaca, fue instalado un altar y un poema mural en el Museo de Arte Contemporáneo (MACO). El texto abarca uno de los muros principales del edificio y es de David Huerta. Está fechado en el Día de los Muertos  y escrito para un país en luto por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa:

[…]
Esto es el país de las fosas
Señoras y señores
Éste es el país de los aullidos
Éste es el país de los niños en llamas
Éste es el país que ayer apenas existía
Y ahora no se sabe dónde quedó
[…]
El pan se quema
Los rostros se queman arrancados
De la vida no hay manos
Ni hay rostros
Ni hay país
[…]

Para Levinás, como en el poema de David Huerta, la relación entre los seres humanos ocurre a través del rostro del otro; que no es otra cosa que una construcción: una máscara. Alguien que muere con el rostro cercenado como los cadáveres en las fosas de Iguala es también un rostro que se convierte en máscara: “La expresión desaparece. La experiencia de una muerte que no es la mía es la experiencia de la muerte de alguien que, de golpe, está más allá de los procesos biológicos, que se relaciona conmigo en forma de alguien”. La desaparición forzada y la muerte violenta de cualquier mexicano o mexicana es, por lo tanto, la desaparición y la muerte de cada uno de nosotros mismos. La desaparición y la muerte de nosotros como sociedad, como país.

¿El futuro que le espera a México es terrible y sombrío? No es así. Estamos viviendo, de hecho, el más aterrador y oscuro de los Méxicos posibles en la historia reciente. Por delante, entonces, sólo se avizora la luz entre las puertas de la lucha como opción a la esperanza.

La globalización, el exceso en la cantidad y la velocidad de la información, nos han vuelto atentos e informados espectadores de la injusticia y el horror mundial. No es que la globalización, el internet o la tiranía de la imagen nos hayan transformado en seres insensibles o moralmente atrofiados. Por el contrario. Nunca como antes en la historia de la humanidad ponemos reparos y nos indignamos frente a la menor injusticia, por lejana que ésta sea. Sin embargo, aunque pretendamos actuar de manera directa, es verdad que nunca como antes la brecha entre nuestro despierto sentido moral y nuestra capacidad para incidir en consecuencia sobre la realidad es tan grande y tan incongruente.

Somos meros espectadores. Individuos que no nos involucramos de manera activa para ayudar a resolver una situación en la que otro ser humano necesita ayuda. Estamos dejando, como afirma David Huerta, que el país --y nosotros con él—desaparezca con cada asesinato del narco-Estado, con cada desaparición forzada. Somos espectadores a quienes de vez en cuando los gobernantes simulan atender (“La neta, lo que ustedes digan, chavos”: Osorio Chong frente a los estudiantes del IPN) para fingir que les importa; mientras que por todo el país se perpetúa el baño de sangre y la impunidad de las que es cómplice y parte ese mismo Estado.

Ante los crímenes de lesa humanidad de Tlatlaya y de Ayotzinapa, nos hemos comportado como individuos bien informados, críticos, y hemos estado moralmente a la altura. No hay quien deje pasar la ocasión para manifestar públicamente su indignación. Pero, ¿y después? Muy a nuestro pesar, nos hemos dado cuenta de que hace mucho que fuimos despojados por el sistema de las herramientas necesarias para ir más allá de la queja informada pero estéril, para actuar y modificar la injusticia y el terror cotidiano en la realidad. El Estado nos ha desarmado. Nos ha vuelto clientes-votantes-espectadores-pasivos.

Nuestra reacción ante injusticias como la de los 43 normalistas desaparecidos por las fuerzas del Estado suele ser como la del Ángel de la Historia de Walter Benjamin, que corre desbocado con la espada desenvainada hacia adelante, motivado o repelido por el horror que le ocasiona esa injusticia, pero incapaz de hacer nada sino contemplarla hacia atrás. Así corremos todos nosotros en estos días. Gritando y agitando la espada chata de la justicia contra el aire. Gastando nuestra ira, nuestra indignación y nuestras energías contra la nada absoluta mientras esa injusticia crece como un río de sangre y se perpetúa a nuestras espaldas.

¿Cómo hacer entonces para dejar de ser meros espectadores escandalizados ante los horrores llevados a cabo por el narco-Estado y comenzar a ser actores? ¿Es posible afilar nuestra espada y dar al fin en el blanco? Me parece que sí. El momento es ahora. Y el método es justo aquél que las políticas neoliberales de los últimos sexenios han querido desmantelar para que no podamos usarlo: dejar de ser individuos aislados y contagiados por una indignación infecunda y volver a la polis, actuar como lo que a nuestros gobernantes no les conviene que seamos: una colectividad.  

Es decir: pasar del “PIENSO, LUEGO ME DESAPARECEN”, al “ME REBELO, LUEGO SOMOS.”

Sólo entonces los gobernantes se enterarán de que no habrá fosas suficientes para callarnos a todos.

Es momento de concebir la justicia ya no como el ángel colérico dando sablazos solitarios al vacío; sino justicia como un eslabón sostenido de mano en mano, como un sistema de lealtades extendidas a lo colectivo. Así como no permitiríamos daño a nuestros hijos, padres y hermanos, no hubiéramos permitido tampoco daño a los 43 hijos y hermanos de esos padres de los alumnos de la escuela Normal Rural de Ayotzinapa, ni a ningún otro ser humano.

Más allá de la triunfal campaña para promover internacionalmente las reformas de Estado de cuño neoliberal, el mundo sabe ahora que hace mucho tiempo que la sociedad mexicana está sitiada. Sitiada por un gobierno sangriento. Un gobierno que hoy --como en 1968, como en la Guerra Sucia de los setenta, como en Aguas Blancas, como en Acteal, como en Oaxaca, como en Tlatlaya--, renueva su vocación originaria y auténtica: la vocación represora y asesina.

México padece un cáncer. Y los gobiernos, como el cáncer, carecen de conciencia. No podemos exigirles lo imposible. Como imposible es erradicar el cáncer desde las instituciones por las mismas vías institucionales cuando las propias instituciones son el origen de ese cáncer, y sus mecanismos la forma por la que realizan metástasis para perpetuarse hasta aniquilar todas las células vivas. Para seguir destruyendo al organismo del que han parasitado desde hace décadas: la sociedad mexicana.

Asegura Zygmunt Bauman que no hay mejor remedio para el síndrome del silencio y la indiferencia en la época de los espectadores que el discurso comprometido. Yo diría que México nos exige esta vez aún más y que se lo debemos: el discurso comprometido, sí, pero no coyuntural y esporádico sino sostenido, con las acciones en consecuencia que sean necesarias para sostenerlo en nuestra vida diaria y, sobre todo, en las calles, en el ámbito comunitario. Ha llegado la hora de actuar fuera del sistema necrosado por ese cáncer. Llamar a la desobediencia civil pacífica y generalizada. Acudir al paro nacional de este 5 de noviembre en todo el territorio nacional.

Basta un ser humano que cercene a un solo ser de la sociedad de los vivos para que él mismo se excluya de ésta. Hannah Arendt advirtió que nuestra tarea, en esta era de los espectadores, era asumir la responsabilidad por todo crimen cometido por seres humanos, “que a nadie se le asigne el monopolio de la culpa, y que los buenos ciudadanos, sobrecogidos de terror ante los crímenes de Estado, no digan ‘¡Gracias a Dios no soy así!’, sino que reconozcan, temblando y temerosos, el mal incalculable del que la humanidad es capaz, y que lo combatan con audacia, a sol y sombra, en todas partes”.

Los habitantes de este país debemos aprender, honrar y ser consecuentes con la mayor lección heredada por nuestros jóvenes acribillados e incinerados, por nuestros normalistas desaparecidos, por nuestros estudiantes destazados y arrojados en fosas. Reconocernos en sus rostros descarnados, en sus rostros calcinados y arrojados al anonimato oprobioso de las fosas. Una lección que no hará revivir a nuestros muertos, pero que se desgañitará hasta ver volver con vida a nuestros 43 + 30,000 desaparecidos. Será una lección que nuestros narco-gobernantes deberán escuchar de aquí en adelante martillando en sus cabezas, muy a su pesar, porque será pronunciada una y otra vez por nuestra voz renovada --una voz fuerte y firme y clara y colectiva--, que calará en sus consciencias atrofiadas de día y de noche, que no les dará tregua, que no los dejará dormir.

Porque estamos hartos de habitar en el silencio y la inacción si ese silencio y esa inacción son lo que ha invisibilizado y tolerado la violencia del narco-Estado. Así que de ahora en adelante a esos gobernantes les llamaremos por su nombre: ASESINOS.

Y, entonces, cuando a partir de este 5 de noviembre ya no seamos más unos individuos indignados, sino una legión inseparable que no descansará hasta obtener justicia, el grito que hará tambalear a ese Estado asesino y que retumbará en todo el mundo dirá: ¡NO HABRÁ FOSAS SUFICIENTES EN ESTE PAÍS PARA CALLARNOS A TODOS!

*Texto tomado de mi columna Metales Pesados en la revista Emeequis.