: entrevista frente
"La literatura no cambiará al país. Pero nos volverá más críticos, empáticos y justos para poder llevar a cabo acciones que lo transformen."
Revista FRENTE
Metales pesados (Alfaguara, 2014), quinto libro de este autor zacatecano que vive en Oaxaca contiene cinco relatos que ocurren en esa “gran franja gris entre la metrópoli y el campo, donde hay otros cien millones de personas que la literatura mexicana no había tomado en cuenta”.
Por: Verónica de Santos | Foto: Cucho Jiménez
“Metales pesados” también es el título de tu columna semanal, ¿por qué elegiste el mismo nombre?, ¿qué diferencia haces entre tu escritura literaria y esta forma de periodismo?
No me considero periodista. Admiro mucho a quienes lo son. Trato de estar al día y muy informado, pero no tengo el oficio. Ejercer el periodismo en este país es, literalmente, uno de los trabajos más riesgosos en el mundo. Lo único que sé es que no podría dormir (y en serio con los últimos acontecimientos no he podido hacerlo) sabiendo que el país está secuestrado por una pandilla de asesinos y no decir ni hacer nada para denunciarlo y solucionarlo. Las opiniones en mi columna son sólo eso: las opiniones de un mexicano en el inicio del siglo XXI que está harto del régimen autoritario y que quiere un país donde los jóvenes no sean aniquilados por el narcoestado con total impunidad y donde las condiciones de vida, como dijo el presidente Mujica en Uruguay, no sean peores que las de un perro. Por eso escribo.
Hace cinco años, cuando coordinaste la antología de narradores jóvenes Grandes Hits(Almadía, 2008) estabas mirando a tu propia generación, los que nacieron en la década de los setenta. Entonces señalabas la falta de referencia al propio país como tema. ¿Es Metales pesados una manera de responder a eso?
Algunos autores de esa compilación sí tomaban el tema, aunque con cierto cinismo o distancia. Lo que señalo en el prólogo definitivamente tiene que ver con lo que a mí me preocupaba. Sin embargo, México también era otro en el 2008. Ya pasó un sexenio y han ocurrido cosas tan inimaginables como que el PRI volvió al poder o la especulación del gobierno en torno a la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa, Guerrero. Ahora hablar del vacío o de cómo se contempla el mundo desde una ventana en la Condesa ya no es tan viable. Si ahora hiciera una antología análoga, el resultado sería sin duda muy diferente. Además, la obra de esos autores sigue en construcción; todavía son muy jóvenes y siguen experimentando, aún nada está dicho.
Además del discurso oficial, el de los medios y el académico, la literatura es una fuente de conocimiento histórico influyente. Movimientos recientes como el de #YoSoy132 no ha tenido una narrativa literaria y otras tragedias como la de Acteal apenas han sido registradas de este modo. ¿Coincides en esto?
Estoy de acuerdo. Pero si te das cuenta, los testimonios en la literatura nacional de periodos históricos de transición o convulsos aparecen años o décadas después de que éstos ocurran. Los tiempos de escritura y edición, lo sabemos, son lentos. Ahí están los casos de las novelas de la Revolución: las grandes novelas sobre el tema aparecieron mucho más tarde, aunque sus creadores participaron directamente en el movimiento, como Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela y Francisco L. Urquizo. Pienso también en la novela de Rosario Castellanos sobre la rebelión chamula, por ejemplo.
No me gusta compararme ni hablar en primera persona, pero me ocurrió algo similar con mi novela Teoría de las catástrofes, que no vio la luz sino hasta el 2012. La novela relata cronológicamente los meses en los que en Oaxaca, a lo largo del 2006, vivimos el desmantelamiento por parte de la sociedad organizada de un Estado criminal y la posterior represión violenta de parte de la Policía Federal. Hubo desapariciones y asesinatos de Estado no sólo contra quienes formaban parte de la APPO (muchos de mis amigos y amigas entre ellos), sino contra civiles en general, periodistas y periodistas extranjeros. Oaxaca fue la primera insurgencia del siglo XXI en México de la que deberíamos aprender para tomar acciones directas y de autodefensa contra el narcogobierno represor de Enrique Peña Nieto y el resto de sus cómplices criminales de la clase política.
¿Pero la crisis actual ha despertado alguna intención literaria al respecto?
Me parece que los discursos “posmodernos” que abundan en nuestro tiempo ven con recelo y hasta ironía lo que antes se llamaban los “grandes relatos”. Entre ellos la política o la historia. Ese desinterés y nula crítica contra el poder y sus abusos en este país terminan por darle juego al mismo Estado, al que le conviene mantener dóciles y acríticos a los escritores. Estoy harto de las novelas solipsistas donde los narradores contemplan caer las hojas de los árboles desde su ventana en la colonia Condesa y que únicamente hablan de otros libros y de escritores muertos y de sus tumbas. Quiero decir: ¡allá afuera están asesinando a nuestros jóvenes, confinando a penales de máxima seguridad a estudiantes inocentes por protestar! Cualquiera de nosotros puede ser el siguiente. Cualquiera que se quede en silencio o en la inacción será recordado como cómplice de esas injusticias.
¿Tú escribes con algún propósito social?, ¿cuál consideras que debe ser el papel de la literatura en circunstancias como ésta?
La escritura empodera. El testimonio de los abusos y crímenes de este narcoestado darán visibilidad a sus crímenes y contribuirán no sólo a crear una conciencia crítica y a reactivar una inteligencia colectiva, sino también a llamar a tomar a acciones para la justicia de parte de observadores y organizaciones internacionales que han estado muy al tanto de lo que ocurre en México. El régimen del PRI ha propiciado una política de masas que infunde el miedo, el temor de la gente a todo pensamiento crítico o disidente para no ser reprendido.
Por ejemplo, la noche del 20 de noviembre en que fui “encapsulado” y gaseado con otras tantas personas en el Zócalo por la policía… pudimos haber desaparecido en segundos como los 43 muchachos de Ayotzinapa o los 11 presos políticos detenidos arbitrariamente en esos minutos, volví a mi casa golpeado, asfixiado, lleno de gas lacrimógeno y de extinguidores de pies a cabeza, vigilado por un encapuchado durante muchas cuadras. Claro que el Estado pretende infundirte miedo, dejarte callado. Pero esa misma noche decidí relatar los hechos con esa misma furia para evitar que estos abusos sucedan de nuevo, evidenciar las prácticas brutales del poder. No sé si tenga valor literario y tampoco me importa, pero la crónica ha servido como testimonio ante el resto del país de la brutalidad con la que esta dictablanda somete a quienes queremos justicia y el fin de la impunidad.
La literatura no cambiará al país. Pero nos volverá más críticos, empáticos y justos para poder llevar a cabo acciones que lo transformen.
En tu libro es evidente un interés por los personajes de las clases más bajas del estrato social, todos caracterizados como ignorantes, vulgares y destinados a permanecer en la misma condición de pobreza y marginalidad. Son casi un estereotipo. Como si no se pudiera hablar de la pobreza sin hacer picaresca o irse a lo Víctor Hugo.
No quería que cayeran en los estereotipos. Me parece que los personajes que retrato en Metales pesados son muy carverianos… fracasados que intentan reformarse pero no lo logran. Por ejemplo Israel, el albañil que es protagonista del último cuento, está descrito como una persona inteligente y talentosa, pero que se enfrenta a circunstancias del sistema que le impiden tener otro tipo de vida. Cada vez que lo intenta el Estado ejerce una violencia invisible pero que funciona, una violencia económica, racista y clasista. Aunque sí hay un personaje que está construido precisamente como un pícaro: Héctor es el típico gandalla, un tipo nefasto y machista que me sirve como hilo conductor para las historias oaxaqueñas, un campeón de la retórica que envuelve a los otros para que lo sigan en sus empresas, aunque eso los lleve precisamente a no poder cambiar su condición.
¿Esto tiene alguna relación con la constante repetición del alcoholismo a través de varios de los personajes del libro?
Sí, pero varios son redimidos. No toman, pero no se sabe por qué no toman. Comencé a hacerlo para contraponerme a esta literatura sucia, muy urbana, que está llena de borrachos y cocainómanos. Me propuse que no hubiera nada de eso. Pero también es un truco técnico: cuando le quitas explícitamente un hábito o una obsesión a un personaje estás generando tensión automáticamente. Esto es para mí como el negativo de la pistola de Chéjov: él decía que si aparecía una pistola en el relato, tenía que dispararse; pero en el cuento contemporáneo ya no estás obligado a dispararlo. Esas obsesiones contenidas son como artefactos explosivos que dejo por todos lados para darle volumen a los personajes y crear pistas que no sabemos si son falsas.
Otra cosa que aparece por todos lados en Metales pesados es la descripción de la flora, de los árboles, tanto por el lado de Oaxaca como por el de Zacatecas. ¿Por qué tanta minuciosidad en las descripciones botánicas?
Qué bueno que lo mencionas, es uno de los rasgos que me gustan del libro. Eso comenzó como una especie de turismo ecológico, para distinguir las plantas que me resultaban tan nuevas cuando me mudé a Oaxaca. Hasta entonces, lo que sabía de árboles era lo que había leído en El señor de los anillos, donde esos nombres vegetales se vuelven parte del lenguaje literario. Por eso quise nombrar las plantas tal como se usan en lo cotidiano. A lo mejor “cuajinicuil” parece exótico por escrito, pero así se dice, es una palabra de lo más normal. Lo mismo quise hacer al hablar de los procedimientos y el ambiente de las minas, y en todo lo relativo a los caballos. Muchos escritores contemporáneos usan un lenguaje neutro y es algo que yo critico mucho. En cambio, me cae bien Pedro Lemebel: él dice que tiene la lengua salada y no pretende escribir para la globalización. Me parece una postura mucho más interesante tanto a nivel ideológico como estético. No hacerle las cosas fáciles a los traductores si ―ojalá― los hay. No ponerse de rodillas ante la lengua del imperio. Tampoco busco que sea exótico o pintoresco, creo que se trata sencillamente de decirle a las cosas por su nombre.