Teoría de las catástrofes

Foto: Antonio Turok, Oaxaca 2006.




14 de JUNIO


Las versiones que circularon en los medios el día que la policía montó un operativo para desalojar el plantón magisterial del zócalo fueron desvirtuadas, tendenciosas. Ya fuera para beneficio de un bando o del otro. Las televisoras nacionales, pese a todo, no tenían pudor en mostrar su afiliación a las políticas represoras del gobierno según Julia. Lo que llegó a oídos de Anselmo de primera mano, en contraste, fue un mosaico de versiones disímiles, exaltadas, informes. Pese a ello, entre lo que le relataban Julia, los otros muchachos de la brigada anarquista y algunos profesores del plantón que la frecuentaban, era posible lograr un cuadro más o menos coherente de los acontecimientos de la madrugada del 14 de junio.
Se propaló entre los maestros el aviso de que el gobierno planeaba enviar la totalidad de efectivos de los distintos órdenes de su policía para desterrar de los primeros cuadrantes del centro a los sindicalistas. Era un runrún porfiado que iba y venía entre las carpas como una voz afiebrada y contagiosa, pero que nadie, al cabo de tantas falsas alarmas y conatos de desalojo, creía que fuera a confirmarse. Mucho menos que se tornara el turbión que en la realidad terminó siendo. 
El gobierno acuarteló por la tarde de la víspera del 14 a todos sus cuerpos policiales. Municipales, preventivos, ministeriales, fuerzas especiales y de élite. Comandos de kaibiles ataviados de policías entre estos últimos. Algunos policías municipales previnieron a sus familias antes de acuartelarse para la operación y aquéllos, a su vez, alertaron a los profesores que hubiera entre la parentela, lo que terminó por correr la voz igual que un ringlero en un polvorín. Los rondines de vigilancia de los maestros se dieron a la tarea de localizar esa noche los puntos de acuartelamiento de la policía para verificar los informes. Pero ya era tarde. Un total de tres mil activos incursionaron armados alrededor de las cuatro de la madrugada del domingo, mientras los maestros y manifestantes aún dormían en las tiendas de los campamentos.
Julia le contó que esa noche en su carpa la guardia la montaban dos muchachos esa noche, uno ellos el Jaguar. Se hallaban medio soñolientos, sin mucho quehacer, sentados frente a los rescoldos de una fogata. En dos horas terminaría su turno. Habían evitado fumar marihuana esa noche para estar alertas. Dentro de la brigada se profesaba un respeto tácito por los puestos rotativos y, como tal, cumplían fielmente con sus deberes. Una música se escuchaba por su radio a tan bajo volumen que parecía nada más que una nebulosa de estática oída entre sueños. 
Fueron los rotores de dos helicópteros a la lejanía lo que los hizo avisparse. Los dos muchachos se pusieron en pie de un salto. Observaron el cielo. Las pocas nubes estaban teñidas por la misma tintura fuliginosa de la noche sin luna. Sólo las luces intermitentes de los helicópteros como estrellas erráticas descollaban entre la oscuridad. Al cabo de unos segundos comprendieron que las luces se movían marcando una trayectoria en línea recta desde el poniente, y que, de hecho, progresaban hacia ellos a una velocidad constante. Su carpa estaba situada en el vértice noroeste del zócalo aledaño a la Catedral, del lado de la Alameda de León. De manera que Hidalgo y García Vigil, las dos calles que desembocaban en su zona, les quedaban a la vista. Cualquiera que pretendiera entrar al zócalo por el noroeste sería avistado por ellos. Salvo la jauría de perros callejeros que dormían entre los soportales, en los alrededores no había nadie. Volvieron a levantar la cara al cielo y los helicópteros ya cruzaban el pináculo. El Jaguar corrió al interior de la carpa a traer un manojo de astiles con cohetes. Encendió el primero. Una serpentina sibilante de humo se levantó en línea franca para estallar en lo alto como una flor de fuego rojo. El estampido de la pólvora atronó en los cristales, se expandió con su eco por todo el valle, activó las alarmas de los coches y suscitó los ladridos de los perros. Anselmo había visto cómo los muchachos de la brigada anarquista preparaban esos cohetes de alarma a base de nitrato de estroncio para adquirir la coloración. El fuego y humos de color verde los conseguían mezclando la pólvora negra con nitrato de bario, y significaban que el campo estaba libre. El amarillo, precaución, lo fabricaban con sales de sodio. Hacían concursos para ver quién podía derribar un helicóptero con uno de ésos, pero el Jaguar, que hacía detonar ahora un segundo cohete, sabía muy bien que eso era improbable, que eran patrañas. Así que esa madrugada se limitó a alertar a los miles de sindicalistas que dormían en los alrededores. Lanzó el tercer cohete de rigor, cuya nube roja se desplazó lenta como un diente de león, un papalote suspendido por el viento. 
En el campamento la gente de las carpas empezó a despertarse con la alarma. Los profesores fueron a tomar sus puestos todavía aletargados por el sueño. El zócalo se tornó un avispero que alguien hubiera pateado. Uno a uno fueron saliendo también de la carpa los integrantes de la brigada de Julia. Desde las otras tiendas de campaña y bolsas de dormir fueron reuniéndose grupos cada vez más nutridos de profesores sin saber bien a bien lo que ocurría. Un bisbiseo multitudinario sin concierto.
El primero en ser alcanzado por una granada de gas fue el Jaguar. El disparo vino del lugar menos pensando. Una ventana en la tercera planta del único hotel del zócalo con vistas a la plancha central, a escasos metros de su carpa. El francotirador hizo impactar a posta una granada de gas lacrimógeno directo en el abdomen del Jaguar. Sus gritos de dolor partieron la madrugada en el frente del noroeste. Cuando despertaron, Julia, María Luisa y los otros, contemplaron incrédulos cómo su amigo se retorcía desesperado. Dudaban incluso haber salido del sueño que habitaban segundos antes. Cuando corrieron a auxiliarlo, el cuerpo del Jaguar expelía una pesada voluta de gas lacrimógeno con un siseo endemoniado, lo que aunado a sus convulsiones de dolor, dificultaba acercársele a menos de un metro. Tenía el proyectil alojado en el cuerpo y no podía respirar. En su desesperación, el Jaguar se tiró al piso y rodó sobre sí mismo tratando de sofocar la humareda, pero la cortina de gas sólo se propaló a su alrededor. Julia se embozó la cabeza con la sudadera. El Jaguar no podía escucharla, lo persiguió hasta someterlo y le extrajo de la granada. Era un cilindro argentino, caliente y ensangrentado, que continuaba emitiendo un humo blanco. Julia lo arrojó fuera del zócalo, tan lejos como pudo, y le quedó un ardor vesicante en la mano. Notó que en el abdomen del Jaguar se había abierto un agujero de dos dedos de grosor por el impacto y que se desangraba. Daba arcadas como un ahogado, tosía y no alcanzaba a ver con los párpados encarnados y deformes. Entre algunos de los brigadistas lo cargaron para entrarlo al resguardo de la carpa y fue Julia la que recibió entonces el segundo impacto. Una granada de gas le rebotó en el omóplato y la contundencia del golpe la tiró al suelo. La tela de la playera se le rasgó en la zona del golpe y María Luisa regresó a asistirla. Atisbaron el helicóptero que sobrevolaba el zócalo con un francotirador montado sobre los esquís. Éste preparaba un segundo tiro mientras huían. Aunque iba destinada a María Luisa, la granada rebotó sobre la superficie de adoquín con un golpe metálico y pasó de largo hasta perderse en el fondo del campamento. Una fumarola blanca brotó en las inmediaciones, muy cerca del kiosco central. De entre las ventanas del hotel se desvelaron uno a uno más francotiradores. Pronto el zócalo fue una caldera de humo quemante. 
De las otras muchas carpas los maestros emergían aullando, se tropezaban unos con otros igual que larvas ciegas saliendo al exterior de las entrañas de un fruto podrido. Un perifoneo llamaba al orden. Fue imposible escucharlo cuando el segundo helicóptero empezó a rociar con gas el perímetro y entonces sí el caos se instauró de manera irrevocable.
Por las cuatro esquinas del zócalo ingresaron de manera inesperada formaciones de policías que daban, en conjunto, la apariencia de ser ciempiés en marcha. En el vértice del campamento de Julia, un batallón apiñado de granaderos se aproximaba a trote sobre Hidalgo, ocupando el ancho de la calle. Hacían atronar como un solo hombre las suelas de sus botas militares contra el adoquín a la vez que golpeaban con sus toletes la cara interna de los escudos como intimidantes tambores de batalla. El suelo se cimbraba conforme estaban más cerca. En la confusión del momento no se sabía si estar más al pendiente de esos elementos armados que se veían venir por tierra en formaciones de ataque, de la amenaza de los francotiradores apostados en las ventanas o de los proyectiles arrojados desde el aire por los helicópteros. El estruendo que desencadenaban los centenares de policías al trafagar, en versión de Julia, se acercaba al bramido de una máquina de la muerte ordenada y avasalladora. Ese rumor que ella podía distinguir tan bien a ojos cerrados y bajo cualquier contexto. Dos o tres centenas de efectivos debían ser las que marchaban calle adentro por Hidalgo. Desde los cuatro puntos cardinales, por Flores Magón, Guerrero, Bustamante y Colón, ya se abrían también paso a base de toletes sendos batallones de más o menos el mismo número de uniformados. Al frente de ellos, los trascabos iniciaban la demolición de las barricadas, las lonas, los toldos y tiendas de campaña en las antesalas del zócalo por las que se extendía el plantón.
Uno de los líderes del sindicato se abrió paso desde el kiosco, entre el celaje propiciado por las bombas, y se presentó en la carpa de los muchachos. Con él venía un contingente de profesores armados con palos y tubos arrancados del andamiaje de las carpas. No rebasaban la cincuentena. El líder les comunicó que era imperioso que resistieran en ese flanco el mayor tiempo posible para que las profesoras que estaban en compañía de sus hijos menores pudieran escapar a través de la Alameda de León y huir hacia el norte por García Vigil. Las puertas de la catedral estaban cerradas a cal y canto y era imposible que se resguardasen allí. Se llevarían al Jaguar en ese primer grupo junto a los otros heridos. 
María Luisa fue la que tomó el mando entre los muchachos de modo instintivo. Improvisaron entre más de cincuenta una barricada sobre la última parte de Hidalgo con lo que tuvieron a la mano. Volcaron mesas, sillas, guacales, travesaños de madera, costales, láminas, cuartones de cantera arrancados de las banquetas demolidas con mazos. María Luisa y otros chicos de la brigada dispararon los cohetes de alerta en dirección de los policías, por encima de la barricada. Los policías habían realizado un alto a mitad de la calle por donde ingresaron. Esperaban intranquilos la orden para proseguir. Una tralla recta de humo tras otra se abría paso a lo largo del adoquín y explotaba delante de los policías como buscapiés, sin diezmarlos apenas ni, mucho menos, persuadirlos de replegarse. Un acedo olor a pólvora. Las piedras que les lanzaban corrían la misma suerte cuando se impactaban en los cascos o en los escudos de acrílico con el sonido de una granizada. 
La policía respondió con lanzagranadas. Los proyectiles de gas tenían como blanco a la gente de la barricada, mientras que la hilera de maestras, niños y heridos iba pasando a toda prisa a espaldas del contingente. Los niños que podía caminar lo hacían con la cabeza cubierta por toallas remojadas en vinagre o Coca-Cola para evitar que respiraran los gases. Los demás iban cobijados de pies a cabeza entre los brazos de sus madres. Un altavoz y un grupo de linternas de otros profesores les marcaban el curso entre la calima fosca que escocía en los ojos y la piel. El Jaguar fue trasladado en un tablón utilizado como parihuela.
El dique de la policía aglutinada en Hidalgo recibió finalmente la voz de avanzar. Un aluvión de almas espoleadas se les dejó venir encima a los barricaderos en menos de lo que pudieran vaticinarlo. En la desbandada, Julia fue alcanzada por un toletazo en las corvas que le hizo dar traspiés y barrerse en el suelo, donde recibió una aluvión de golpes en los hombros y la espalda. Uno de los toletes alcanzó a besarle el cráneo con el ulular de una lechuza pero sin aterrizar el golpe. Aprovechó la pifia para arrebatarle la macana al dueño y devolverle con furia cada uno de los leñazos en las regiones del cuerpo que el peto y el casco no alcanzaban a cubrir. Un par de barricaderos vinieron a tundirlo también a patadas, le arrancaron el escudo y Julia le partió el visor de acrílico con un mandoble. El tabique le sangró. El tumulto de profesores de la barricada vapuleó con piedras y tubos a los otros policías que se habían disgregado de la formación hasta dejarlos inmóviles, aovillados en el suelo. Una de ésas fue una mujer despojada del casco a la que le cayeron los puños en el rostro hasta volvérselo un muégano informe, los ojos dos rendijas. Cuando el grueso del batallón de la policía les dio alcance, Julia, María Luisa y los maestros salieron corriendo de allí. 
La brigada anarquista se había desbandado hacia el corazón del zócalo, declinando sin remedio a su posición y a su carpa. Fueron a agregarse a los frentes atrabancados de profesores que resistían alrededor del kiosco sin método. Al centro de la plancha era muy difícil respirar. La visibilidad casi nula. Los altavoces ordenaban a un sector de los profesores dirigirse a defender el edificio del sindicato, a unas cuadras, que estaba siendo tomado por la policía en esos instantes. Era complicado orientarse entre el pandemonio. A Julia le temblaban las manos por la exaltación y el sobreesfuerzo. Los heridos pasaban por decenas a su lado. Los muchachos miraron junto a ella las carpas de la zona que acababan de perder. La de ellos incluida ardía en llamas. Se dejaron oír los primeros balazos. No era más el restallido hueco y tubular seguido de la parábola siseante de los proyectiles de gas lacrimógeno, sino el emitido por las balas de verdad. Las detonaciones, otra vez, provenían de lo alto, de las ventanas del hotel.
Entre tanto, el contingente de profesores que montaban guardia en la zona suroeste del zócalo, la opuesta a la de ellos, había volcado coches de forma trasversal sobre las calles de Flores Magón, Las Casas y 20 de Noviembre para establecer nuevas barricadas. Algunos tanques caseros de gas butano fueron incendiados y hechos rodar calle abajo por todo 20 de Noviembre. La policía estuvo obligada a replegarse en ese sector bajo una lluvia de palos y piedras y la amenaza inminente de la explosión del gas doméstico. Tan severa y sorpresiva fue la arremetida de los maestros en ese frente al término de la refriega, que los policías debieron romper filas, retroceder en desorden varias cuadras hasta cruzar el Periférico y acuartelarse a salvo en la central de abastos, detrás de los autobuses, patrullas y trascabos en los que habían llegado. Pronto las gavillas de maestros victoriosos en ese sector se volcaron a reforzar los puntos abatidos en el área septentrional del zócalo.
El mayor problema de la parte norte, donde fueron derrotados Julia y los brigadistas, estribaba en la peligrosidad de los francotiradores afianzados en el única edificación dominante del zócalo. Un hotel de cuatro plantas. Mientras la policía mantuviera ese puesto en su poder, los sindicalistas se sabían limitados a atrincherarse e ir perdiendo terreno. Cuando los líderes de las barricadas que habían vencido en el sur se sumaron a los que resistían en el kiosco, acordaron dividirse para coordinar un ataque. Un grupo de ellos se dirigiría a recuperar el edificio del sindicato. Informaban que había sido tomado por la policía y que la estación de radio que operaba en sus instalaciones fue destruida, trayendo como efecto que la principal red de comunicación de los maestros se cayera. Un segundo grupo tendría como tarea atosigar a los policías de la parte norte, mantenerlos a raya el tiempo justo como para que una partida pudiera filtrarse al edificio del hotel y detener a los francotiradores que tantos daños causaban desde lo alto. Julia y su brigada se ofrecieron. Eran los únicos lo bastante rápidos y escurridizos como para lograrlo. Otra media docena de profesores se les unió para escoltarlos.
La avanzada formó una valla para resistir los toletes y gases que arrojaban los policías apostados sobre Guerrero, en la contraesquina poniente del hotel. Muchos de los profesores se habían apoderado de escudos policiales en la reyerta. La primera fila de la resistencia se resguardó con ellos. La refriega en ese frente duró unos minutos y en cierto momento, Julia y los otros tuvieron el espacio justo para correr hasta el hotel. Era un corredor estrecho que se había abierto entre las jardineras de laureles de la India y sabinos frondosos y el pórtico del edificio. Pero entre esas jardineras arboladas y los soportales de entrada al hotel había la esfera suficiente de intemperie para que los francotiradores hicieran blanco. Los maestros no aguantarían más de un minuto conteniendo a la policía como para que Julia y su brigada se dieran el lujo de pensarlo dos veces. Ella y María Luisa tomaron un escudo roto del piso. Una mitad cada una sobre sus cabezas. Julia sintió cómo los proyectiles le rebotaban con un ruido socavado contra el acrílico a medida que avanzaban de hinojos y casi la tumban. Uno de ésos, una granada de gas, pasó lo bastante cerca como para quemarle el brazo. María Luisa y ella llegaron a la terraza del hotel y notaron que las puertas habían sido afianzadas por dentro. Tomaron las sillas de hierro que había cerca y abatieron los vidrios de los ventanales. Cuando despejaron la entrada, el resto las emuló bajó un diluvio de proyectiles. Julia vio que uno de los profesores caía herido por una bala en el hombro y sus compañeros lo arrastraron hasta ponerlo a seguro en el alero de los soportales de la terraza del hotel. 
Una vez en la recepción, se repartieron. Unos irían a buscar en la tercera planta, desde donde habían estado saliendo los disparos. El resto vigilaría en las salidas y áreas de acceso a los pisos superiores. Descubrieron a gente del personal de intendencia y recepción que se había guarecido bajo llave en la cocina. Les permitieron estar, a condición de que no abandonaran el edificio. Dijeron apoyar los maestros, pero haber sido encalabozados y obligados a no darles alerta sobre los pistoleros que se infiltraron un día antes el hotel para reventar el plantón.
Sólo un par de habitaciones estaban ocupadas por turistas en el tercer piso. La brigada los sorprendió tratando de escapar por las escaleras de emergencia. En una más de las habitaciones un grupo de reporteros de televisión nacional transmitía desde el balcón con una cámara que les fue incautada. Eran dos de los cuartos centrales con vista al zócalo los que habían sido usados como atalayas de tiro al blanco. Cuando Julia y María Luisa junto a los profesores que las acompañaban arietaron y vencieron la puerta de uno de ellos, se encontraron con una maleta colmada de cilindros de gas lacrimógeno. Entre los muros permanecían los rescoldos picantes de los gases descargados con lanzagranadas de asalto. El aire eallí era tan pesado que casi no se podía respirar. Las ventanas estaban descorridas. No había rastros de personas. 
Uno de los profesores fue el que advirtió que el clóset tenía la llave echada. Forzaron la chapa y ésta finalmente cedió. Dos hombres arrebujados en el suelo suplicaron que no los mataran. Estaban desarmados. Fueron amordazados y atados por los maestros con los cables que arrancaron del televisor y la secadora. Los pusieron contra el piso. 
La segunda habitación asediada no pudo abrirse a golpes porque no tuvieron espacio para usar un ariete. La hoja de la puerta estaba atrancada. Julia pegó el oído a la madera. Quienquiera que estuviera del otro lado, amenazó desde el fondo del cuarto con disparar si se atrevían a entrar. El grupo de muchachos y maestros retrocedió. Parlamentaron en corto lo mejor que sería hacer. Cuando llegaron a un acuerdo, María Luisa y dos muchachos de la brigada volvieron al cuarto contiguo donde permanecían los hombres amordazados y la maleta con los cilindros de gas. Abrieron las ventanas y saltaron a la cornisa. Dos de los maestros y Julia hicieron lo mismo por el otro flanco, en el cuarto de los reporteros. Desde el exterior, afianzados al breve volado de las salientes como funambulistas, rompieron los cristales de la habitación de en medio, la de los pistoleros, y arrojaron al interior las suficientes granadas de gas para hacerle escupir los pulmones a cualquiera al cabo de un rato. Cuando los francotiradores se vieron orillados a salir a gatas al pasillo del hotel sin más alternativa, el resto de los profesores los emboscó para desarmarlos. Los amordazaron y los tomaron como prisioneros. Eran tres y vestían de civil.
Librados de los francotiradores que habían cubierto los movimientos de la policía de a pie en el tramo boreal del zócalo, los profesores obtuvieron por primera vez el dominio de esa zona. Los cuerpos policiales fueron empujados y dispersados hasta su expulsión por las calles de Valdivieso y Guerrero. El batallón policial que había asediado el edificio sindical a unas cuadras, recibió entonces la orden superior de replegarse. 
Las pancartas y banderas del sindicato volvieron a izarse en el corazón del zócalo. Tras esa batalla dolorosa que obró estragos, el movimiento seguía en pie de lucha. El centro de la ciudad ardía. Los rescoldos del fuego expelían vaharadas gigantescas de humo negro que alcanzaron a verse desde todos los puntos de Oaxaca y los municipios conurbanos. Centenares de heridos eran atendidos en colchonetas o en el piso mientras llegaban las primeras ambulancias. Los hospitales de la ciudad, sin embargo, no se dieron abasto ese día. Fue necesario que llegara ayuda proveniente de hospitales en municipios colindantes e incluso de Puebla.
Los francotiradores aprehendidos fueron identificados como burócratas del gabinete de seguridad del gobernador. Uno de ellos, el más peligroso y acusado de dar muerte a tres maestros a lo largo de las escaramuzas, era un alto mando de la Policía Ministerial. Los rehenes fueron despojados de sus ropas, esquilmados, adosados con sogas a postes de luz y exhibidos en lo alto del kiosco con el propósito de someterlos a la postre a un juicio popular. Cundía de tal forma la rabia de la gente del plantón que sus líderes debieron pujar en contra del ánimo generalizado para atemperar los anhelos de venganza. Bregaron a lo largo de horas para que los detenidos no fueran lapidados ni linchados a palos, como dictaba la temperatura de la caldeada pasión colectiva tras lo que consideraban una masacre de Estado. En lo que se resolvía qué hacer con ellos, a cada uno de los funcionarios presos le fue colocada en el pecho desnudo una cartulina con una leyenda inscrita. 
ESTOY AQUÍ PORQUE SOY UN ASESINO
A SUELDO DEL GOBIERNO 




Foto: Antonio Turok, Oaxaca 2006.




A las nueve de esa mañana Julia llamó al timbre. Mariana había salido a trabajar temprano y Anselmo estaba amodorrado cuando salió a abrir. En el patio alzó la barbilla, entornó los ojos. Dos helicópteros de la policía volaron rasantes sobre las azoteas. Uno de ellos, un helicóptero tipo Bell, trazaba círculos estáticos en lo alto igual que una libélula. Los vidrios de los departamentos se cimbraron de la misma manera que cuando ocurría un terremoto. Anselmo abrió la puerta. Julia llevaba un brazo vendado y una parte del cabello chamuscado. La cara tiznada. Varios surcos claros de sudor le marcaban la frente como una corona de espinas. Sus ojos, por contraste, lucían más blancos que nunca. Cualquiera diría que acababa de salvarse de un incendio. Despedía un tufo picante e intenso similar al humo de los chiles al tostarse. La ropa tatemada en varias zonas. Renqueó cuando dio el primer paso dentro del edificio. Parecía dolerle la espalda. Sus movimientos correspondían al evento improbable de que su cuerpo hubiese envejecido de buenas a primeras veinte o treinta años. Anselmo la hizo entrar de inmediato. Como temió que la siguieran, inspeccionó ambos lados del callejón tomándose sus reservas. Nada. Estaba despoblado.
            ¿Puedo descansar aquí un rato?
            Julia se sentó en el primer escalón del desnivel del zaguán. No podía cargar con su propio cuerpo un metro más allá. Imaginó lo que diría Mariana cuando descubriera a Julia en la casa, máxime en esas condiciones. Le ofreció el hombro para que se parara del suelo y meterla al departamento. 
            ¿Qué te pasó? ¿Estás bien?
            ¿Escuchaste los disparos?, dijo ella.
            Anselmo apretó la boca en signo interrogativo. Volvió a alzar la vista al cielo en busca de respuestas.
            ¿Tampoco los helicópteros?
            Julia se sentó con dificultades en el descanso de la entrada del departamento y se recargó en la pared como un ídolo vencido. Le resultaba doloroso el arresto físico que en su estado implicaba hablar. Cuando lo intentaba, el diafragma terminaba reclamándoselo.
            No te sientes en el piso, la reconvino él. Ven.
            La estiró por los sobacos. Era un peso muerto. Hasta entonces no había verificado lo frágil que era Julia. La síntesis de la imagen que de ella tenía concordaba con un cuerpo pequeño pero potente, lleno de energía. Ensayó una nueva forma de cargarla, el brazo derecho sosteniéndola por las corvas y el izquierdo por la espalda igual que una piedad. Era una pluma. ¿De dónde sacaba tanta potencia y trapío? La llevó al sofá y la recostó con delicadeza. Julia hizo una gesto involuntario de sufrimiento cuando la depositó sobre su brazo lastimado. El olor de su ropa impregnó la suya. La casa quedó invadida. 
            ¿Quieres que te traiga algo?
            Agua, suplicó Julia.
            Fue a la cocina y llenó un vaso de plástico de medio litro. Buscó entre los medicamentos una caja de analgésicos y volvió aprisa. Se arrodilló al lado del sillón. Era imposible acostumbrarse a los remanentes de hedor de los gases, así que se esforzó porque ella no viera cuánto asco le daban. Le despejó el cabello del rostro para que pudiera beber mejor. Julia tensó los músculos por el dolor que implicaba tragar el agua. Él le ordenó que se tomara dos pastillas y ella se tomó cuatro. La observó mientras las deglutía ceñuda. Era una niña.
            ¿Quieres más?, le dijo cuando se terminó el agua.
            Julia negó con la cabeza.
            ¿Qué te pasó en el brazo?
            Me quemé.
            Tenía muy pocas ganas de hablar. Así lo entendió Anselmo y la dejó en paz. Sus ojos se cerraban. La cargó para trasladarla al cuarto, la acostó sobre el colchón tendido en el suelo con cuidado de no causarle daño. Levantó las sábanas para que se metiera. Desanudó sus agujetas y le quitó los zapatos. Traía unos calcetines rotos y percudidos que despedían olor a humedad. Avergonzada, Julia pretendió disimularlos pero el dolor no se lo concedió.
            No, dijo. Voy a ensuciar la cama de tu chica.
            No digas tonterías, respondió él tapándola con las sábanas.
            Espera. Quiero bañarme antes.
            Anselmo la ayudó a incorporarse. Hizo el ensayo de estribarla pero esta vez Julia no se lo permitió, sino que caminó junto a él hasta el baño. Anselmo le señaló la llave del agua caliente y el lugar donde había una toalla limpia, jabón y champú. Dijo que le traería ropa para cuando terminara de asearse. Julia no cerró la puerta del baño ni espero a que él se hubiera ido para abrir la regadera, se desabotonó los pantalones y dejó al descubierto unos muslos tupidos de cardenales magenta como las marcas de tinta que suelen verse en la piel de los cerdos. En la zona de las espinillas los moretones se tornaban negros, negros en el centro y aureolados de ocre en los bordes jaspeados como manchas aleonadas. Las rodillas en carne viva. Cuando se deshizo de la camiseta quemada, desde el otro lado del umbral, le alcanzó a ver un enorme manchón violáceo sobre la espalda. Del armario de lona, Anselmo fue a sacar una camiseta suya y unos calzones de Mariana. Se los dejó a Julia en la entrada del baño. Gastó después el tiempo en la cocina poniendo agua para un té con hojas de limón y menta. Era temprano. Sospechó que Julia querría desayunar algo en algún momento y se dedicó a cocinarle un pan francés. Puso dos rebanadas para ella y dos para él. Sirvió los platos, el té y jugo de naranja en el comedor.
Como Julia dilataba en salir, Anselmo fue a pegar la oreja a la puerta del baño. Por debajo de la hoja salía un vapor tenue y fragante. Escuchó cerrarse la llave de la regadera. Se alejó de la puerta y desanduvo sus pasos hasta la cocina. Julia salió cubierta con la toalla anudada debajo de los sobacos. Tiritaba. Sus hombros también eran parcelas de hematomas que antes no le había visto. Cuando ella advirtió la ropa en el suelo, se agachó para recogerla con esfuerzos. Sus pechos eran dos botones de púber, areolas muy marcadas aunque de pezones diminutos. 
¿Tienes hambre?, le dijo pero ella volvió a entrar en el baño.
            No hubo respuesta. Pasaron otros tantos minutos y Julia emergió vestida con la ropa limpia y el cabello mojado. Se devolvió al cuarto.
            Anselmo comió solo. Miraba la ventana en todo momento sin pestañear. Terminó sus rebanadas de pan francés y despachó los dos jugos. Cubrió el plato de Julia con una servilleta por si le venía el apetito más tarde. Limpió la mesa y colocó los trastes dentro de la tarja para lavarlos después. Vertió la infusión de limón con menta en dos tazas. Buscó el frasco con miel de abeja real que guardaban desde hace mucho y de la que Mariana de todos modos no podía comer. La miel se había endurecido y formado grumos en las orillas que sellaron la tapa. Se figuró que a Julia la haría sentir mejor una cucharada o dos en su té.
            Afuera, la agitación de los rotores de los helicópteros no daba tregua. Volaban cerca de la línea de horizontes de los edificios. Los perros de las azoteas les ladraban aspirando estúpidamente a ahuyentarlos.
            Cuando fue a llevarle el té, Julia estaba recostada en el colchón en posición supina, el cabello todavía húmedo. 
            ¿Quieres té?
            Ella se estremeció con su voz, alzó la cabeza en alerta como despojada de una pesadilla. Anselmo no se había percatado de que dormía.  
            Ven, musitó Julia extendiéndole una mano.
            Anselmo se inclinó a un lado del colchón y abandonó las tazas.
            ¿Cómo sigues?, dijo.
            Julia lo miró con los ojos tristes sin moverse de su posición. Estiró de nuevo la mano hacia él.
            Duérmete un ratito conmigo.
            Anselmo se quitó las sandalias e izó las sábanas para meter los pies. Debajo, los suyos se tocaron con los de Julia que estaban fríos. Ella se estremeció nada más sentirlo.
            Tengo frío.
            Deslizó su brazo por debajo del hombro de Julia y un hueco se amoldó entre su pecho y la espalda al momento quedar recostado detrás de ella. A Julia la camiseta le iba demasiado sobrada y sus hombros quedaron descubiertos. Su piel era suave, más suave de lo que imaginaba. Olía a champú y a jabón. Aunque el olor de los gases lacrimógenos se negaba a irse del todo por más esmero que hubiera puesto en lavarse, en especial en el pelo. El cuerpo de Julia palpitó cuando por fin la sostuvo en un abrazo cálido. Con un pie ella atrajo sus pies y él enclavó un muslo entre sus muslos. La espalda de Julia era estrecha, sus huesos afilados se le clavaron en el pecho. Respiraba pausadamente, igual que si tratara de acoplarse al ritmo extraviado de su aliento. Anselmo atrajo por instinto el cuerpo de Julia al suyo y la envolvió con cuidado de no lastimarla. Por alguna razón no le sorprendió que amoldaran tan bien. Besó su cabello mojado y luego una oreja. Se quedaron así, quietos, atentos al ritmo secreto de las pulsaciones de sus cuerpos sincronizándose a las pulsaciones subterráneas de las entrañas del mundo. Cuando Anselmo se atrevió a decirle algo a Julia al oído, ella no contestó. Cayó en cuenta de que en realidad llevaba dormida todo ese rato. 
Cuando Anselmo despertó, lo agobió la sensación errática de no saber qué día ni qué hora eran. El cuarto estaba iluminado con tal ambigüedad que asemejaba a una pecera, y él, estar sumergido dentro de ella. Alguien había abierto las ventanas y hacía fresco. Se irguió a medias y la imagen de Mariana se le reveló en el sillón, del otro lado del departamento, con las rodillas a la altura de la cara. Había encendido la luz de la lámpara y su piel reflejaba una cierta cualidad biliosa por efecto de la pantalla amarilla. Estaba recortándose las uñas de los pies. Cada vez que presionaba el cortaúñas se oía un clic metálico. 
Anselmo se acordó de Julia. Palpó el otro lado de la cama. Estaba frío. No había ni un rastro de la humedad de su cabello. Se incorporó con la ropa arrugada, los ojos hinchados por tanto dormir. Tenía la boca tan reseca que la lengua se le pegó al paladar.
¿Qué hora es? 
Son casi las siete, dijo Mariana sin sustraer la aplicación de su tarea.
¿De la tarde o de la mañana?
Se quedaron callados un minuto.
Tuve que abrir las ventanas, dijo ella frunciendo la nariz. Puf. Olía como a…
Anselmo olisqueó por la ventana buscando rastros del tufo. Era él quien apestaba.
Se habrá metido un zorrillo al jardín, dijo.
Mariana lo rumió, pero luego chasqueó la lengua y meneó la cabeza para descartar todo lo que de improbable aludía esa idea. Presionó el cortaúñas que emitió un nuevo clic. 
¿Le pusiste los taquetes a las ménsulas caídas de la cocina?, quiso saber ella.
El silencio se escurrió en el departamento de forma acusadora mientras Anselmo estiraba los músculos para desperezarse.
Hoy no pude, dijo rascándose la nuca. No tuve tiempo.
Mariana resopló. Continuó recortándose las uñas sin mirarlo. 
¿A ti cómo te fue hoy?
Ella se hundió de hombros.
Bien, creo. Suspendieron las labores en todos lados por el conflicto en el zócalo.
¿En serio? ¿Qué conflicto?
Mariana levantó el otro pie, dobló la cerviz y volvió a arrugar la frente. El cortaúñas hizo clic. Anselmo fue a la cocina. Dos rebanadas de pan francés seguían sobre la mesa. Quitó la servilleta con la que estaban envueltas y comió de pie. El pan estaba aguado.
            


A partir de la intervención policial para reprimir el plantón del zócalo, otros tantos sindicatos, trabajadores, estudiantes y una parte de la población civil, se adhirieron para hacer patente su apoyo moral o de facto al movimiento. El centro de Oaxaca fue recuperado por los profesores el mismo día del desalojo. El fenómeno pasó de ser una manifestación del magisterio para transformarse, con la suma de muchas otras organizaciones, en el autonominado Movimiento Popular. El ámbito que le había dado origen se desbordó para convertirse en un conglomerado más grande, fuerte y emblemático. 
El plantón retornó al zócalo con mayor presencia. Se expandió a varias manzanas más del corazón de la ciudad para aposentarse con raíces profundas. Una semana mas tarde, el Movimiento Popular tuvo la primera asamblea, donde se fundaron los documentos básicos y un programa de acción. Se acordó no establecer una sola cabeza al mando. Anselmo reconocía que parte del éxito con que despegó el Movimiento Popular radicaba en esta dirección no unívoca y conformada por representantes de los grupos, pueblos y etnias de Oaxaca que le insuflaron vida y legitimidad.
Varias marchas con centenas de miles de personas tuvieron lugar en los días sucesivos a la masacre del zócalo. La reprobación al uso de la violencia y a los métodos de un gobierno represor se habían dejado escuchar por todo el país. En algunos estados se suscitaron réplicas de las protestas en apoyo a los profesores oaxaqueños. La Secretaría de Gobernación Federal, no obstante, canceló la mesa de diálogo que había entablado con los huelguistas y cerró filas para proteger la viabilidad del gobierno estatal ante el riesgo de la preeminencia de que se declarase un Estado fallido, sobre todo hallándose tan cerca la elecciones presidenciales. El costo político de no hacerlo sería altísimo en las urnas para los dos partidos nacionales de centro y de derecha. Decidieron aliarse para soportar en el poder al gobierno de Oaxaca el tiempo que fuera necesario y bajo cualquier costo. A la par, empresarios, organizaciones conservadoras y grupos afines al PRI, llevaban a cabo marchas en apoyo al gobernador y en repudio al naciente Movimiento Popular. La temperatura se caldeaba entre simpatizantes y antagonistas. Llegada la fecha de las votaciones el ambiente se polarizó no sólo en Oaxaca, sino en todo el país a cuenta de que las elecciones devinieron turbias y que quedaron veladas por el trasgo del fraude. Oaxaca se tornó un foco rojo. El Movimiento Popular radicalizó sus métodos. Los bloqueos a los accesos de la ciudad, terminaron por dejarla incomunicada. Hoteles, dependencias oficiales, autopistas, carreteras, bancos, terminales aéreas y terrestres fueron tomadas eventualmente por el Movimiento. Al mismo tiempo, grupos de choque, esquiroles, porros, mercenarios y pistoleros a sueldo del PRI, se infiltraban al interior del Movimiento para desprestigiarlo a los ojos de la opinión pública o, bien, para reventarlo, según lo narraba Julia. Sucesos como el incendio del auditorio de la Guelaguetza, atentados en los domicilios de dirigentes del Movimiento, levantones llevados a efecto por caravanas de la muerte o balaceras intimidatorias en contra de sus nichos, como Radio Universidad, la nueva estación de radio del Movimiento Popular, así lo fueron constatando. 
La huelga magisterial estaba rebasada hace tiempo. En su lugar, un estallido social de proporciones mayores se había gestado como un alud. La demanda germinal del nuevo Movimiento Popular no podía ser más clara. La destitución inmediata del gobernador del estado y su juicio político. 
Para fin de mes, el Movimiento había conseguido tomar las cedes del Poder Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Una caravana del Movimiento viajó a la capital para exigirle al Senado de la República que declarase formalmente desaparecidos los tres órdenes de gobierno en Oaxaca.

*Fragmento de la novela Teoría de las catástrofes, 2012.