Llanuras salvajes donde corran los caballos






Una noche, mi padre y yo abandonamos a mi madre en Fresnillo y nos dirigimos en su Cheyenne vieja hacia el norte. Ésa fue la última vez que vi mi casa y mis pertenencias. Fue también la última vez que supe de mi madre. Tenía diez años cuando ocurrió.

             Mi padre y yo no nos volvimos a detener sino hasta horas más tarde en una gasolinera cercana a Cuatro Ciénegas. Me había quedado dormido. Aparcó la Cheyenne debajo de un toldo iluminado por neones. La quietud de aquel oasis artificial en medio del semidesierto, las luces fluorescentes, el olor enervante de la gasolina, me sacaron del sueño. Pero sólo para creer que entraba en otro. Todavía adormilado, vi a mi padre apearse de la camioneta. Entró en la tienda de la gasolinera mientras el expendedor, un muchacho con gorra de beisbol, nos llenaba el tanque. Me estiré en el asiento. Me froté los ojos para tratar de averiguar dónde nos encontrábamos. Puse las manos sobre el pecho para comprobar que mi corazón siguiera en su sitio. Miré el horizonte. Amanecía.

            Mi padre regresó a la camioneta con una Fanta de naranja de dos litros, una bolsa familiar de Sabritas y un montón de Pingüinos, Choco-Roles y Gansitos. Mi desayuno. Un paquete de Delicados y un six frío de Tecate para él. Vació el botín en el asiento de la cabina de la Cheyenne, entre los dos, para que tomara lo que yo quisiera. Él estaba de mejor humor luego de la pelea que tuvo con mi madre y con el amigo de ella hacía unas horas. Fue una pelea en forma. Quiero decir una pelea a golpes. Jamás conocí a nadie que le ganara a mi padre. Y la de esa noche no fue la excepción. El otro, el amigo de mi madre al que mi padre reventó a puños, era un ingeniero, un superior suyo en la compañía minera donde trabajaba.

            Te voy a comprar ropa nueva, Ezequiel, dijo mi padre meciéndome los pelos a través de la ventanilla. 

            Él aprovechó para estirar las piernas en el exterior mientras el muchacho de la gorra de béisbol nos llenaba el tanque. 

            ¿Van a Estados Unidos?, quiso saber el muchacho.

            Mi padre lo miró con curiosidad y enseguida miró en la dirección que le había señalado con la barbilla. Parecía albergar la esperanza de columbrar algo entre los cerros todavía velados por la oscuridad.

            Pues no es mala idea, dijo mi padre. Puede ser.

            Mi padre no tuvo tiempo de quitarse el overol de trabajo por lo precipitado de los acontecimientos. Incluso perdió una de sus botas.

            La ropa, dijo recargando los codos en la ventanilla. Todo se perdió. Te voy a comprar mucha ropa y libros de caballos. Con más fotos que los que tenías. Más grandes. Y una casa nueva. 

            Examinó mi reacción mientras masticaba el Gansito. Llevábamos horas sin comer. Como no dije nada, me palmeó el cachete cerca del cuello. 

            Y otros lentes, dijo. Vas a necesitar unos lentes nuevos.

            Era cierto. No traía puesto más que mi piyama. Habíamos salido sin nada encima. Pero aun así no entendí por qué tenía que comprar más ropa o libros de caballos. Los que tenía yo eran buenísimos. Me gustaban. Y, sobre todo, eran míos. No necesitaba otros, aunque fueran nuevos. Los conocía y me gustaban y no quería otros que no fueran míos.

            Mi padre destapó una cerveza, le dio una propina al muchacho y éste se tocó la gorra en señal agradecimiento. La Cheyenne arrancó. 

            Nos enfilamos por la carretera y mi padre encendió un cigarro. Bregaba contra la monotonía soporífera de la línea interminable del macadán, una línea recta flanqueada por cardenchas y yucas, cadáveres de correcaminos y coyotes en las canaletas. Las únicas otras luces que nos salían al paso además de las estrellas colgadas por alfileres en el amanecer, eran las de los fantasmas. Postes intermitentes como animales tuertos festoneando la alfombra de asfalto. Ni un solo vehículo a esas horas.

            ¿Y, allá a donde vamos, podemos tener un caballo?, le dije a mi padre cuando terminé de comer.

            Él desvió la atención del volante por unos segundos, dio una fumada y puso una expresión mezcla de asombro, satisfacción y tristeza, todo al mismo tiempo. Una expresión que no le conocía hasta entonces.

            ¿Un caballo?

            Tenía los labios apretados, casi una sonrisa. La cara tiznada por el diesel de su máquina de barrenar.

            Puede comer alfalfa, forraje y manzanas, dije. Yo puedo cuidarlo. Es muy fácil.

            ¿Un caballo de verdad?

            A lo mejor un trakehner. O un clydesdale. Pero esos son más grandes y vamos a necesitar un patiezote. Los que más me gustan son los ingleses. O un camargue francés. Un árabe. O un…

            Traté de sonar solemne, como cuando me tocaba exponer algún tema en el salón. No entendía mucho las motivaciones de nuestra huida ni en qué consistía nuestra nueva circunstancia, tampoco ese futuro inconcreto que parecía existir nada más en la cabeza dura de mi padre. Pero como, a decir de él, comenzaríamos todo desde cero, creí tener el derecho de asegurar que mi opinión y mis anhelos en ese nuevo comienzo fueran también compensados. Como llenar una carta en blanco con deseos. 

            Mi padre sostenía el volante con la misma mano que detenía la lata de cerveza. La otra, a la que le faltaban dos falanges, le servía para cambiar de velocidades cuando era necesario. De modo que debía cruzar el brazo por delante de su cuerpo hasta la palanca de cambios.

            Un caballo, eh, dijo luego de darle varios tragos en silencio a su cerveza y alcanzármela para que bebiera. 

            Era lo que hacía cuando estaba de buenas. Compartir su cerveza conmigo.

            Escupió por la ventanilla antes de volver a decir algo.

            Pues sí, Ezequiel, dijo. ¿Por qué no? ¿Por qué no vamos a comprar un jodido caballo? ¿Quién nos lo va a impedir ahora?

            Giró la cabeza hacia mí. Tenía la mirada encendida. Le pegó al volante por la emoción.

            ¿En serio?, dije.

            Mi padre sonrió. 

            ¿Un angloárabe?

            Dudó por un segundo, pero su condescendencia era ya un dique reventado. 

            Un árabe, un egipcio…, dijo. Yo qué voy a saber. Da igual. 

            Pero… ¿un  angloárabe de verdad?

            Trato, dijo. Trato hecho.

            Era lo que decía mi padre cuando se comprometía a hacer algo. Se lo escuché cientos de veces al cerrar un negocio, un trueque o un compromiso con los otros mineros de La Pasión o con otros apostadores durante las carreras. Hizo el ademán de escupir en la cuenca de su mano libre, pero sin escupirse de veras, y alternando la vista del camino a la cabina me la ofreció para afianzar el pacto. 

            Le di un trago grande a la cerveza. Me supo a orines.

            Un caballo. Tendríamos un caballo allá, en ese lugar indefinido y todavía indistinguible pero promisorio adonde nos arrastraban la carretera y la noche hipnótica del desierto.

            El resto de la madrugada dormí feliz, placenteramente, arrullado por el ronroneo del motor. Mi cara adormecida por efecto de la cerveza y la cabeza apoyada sobre los muslos de mi padre.

 

 

Los eventos de la noche en que mi padre y yo nos largamos de la casa no los tengo claros. Jamás he llegado a saber muy bien lo que ocurrió. Puede que, con el tiempo, el amor que le profesé a mi padre haya aleccionado la realidad que ahora aspiro a recomponer. Lo contaré tal como lo recuerdo. 

            El día que supuestamente mi padre mató a aquel hombre, un ingeniero de la compañía minera, fue la época en que intentó volver a ser un hombre bueno. Me lo dijo muchas veces, cada una de las noches que regresaba a la casa borracho y casi sin poder estar de pie. Abría la puerta de mi cuarto y lloraba con la cabeza recargada en mi almohada creyendo que yo dormía. Me decía que volvería a ser un hombre bueno. Y un buen padre. No era necesario. Para mí jamás dejó de serlo. 

            Es cierto que años atrás pasó una corta temporada en Cieneguillas acusado de homicidio. Pero fue liberado por falta de pruebas.

            Sólo Dios sabe cuánto quise a mi padre. 

            Se llamaba Ezequiel Arteaga. Como yo. Y, como yo, era minero. No llegó a ser ingeniero como lo soy ahora, a los treinta y cuatro años de edad, sino un trabajador raso de mina que cobraba unos pesos por cada ancla colocada en los rebajes de piedra y que debía realizar dos o hasta tres turnos por día para completar sus cuentas. Barrenador. Perforista, como les llaman aquí, en las minas del norte. 

            Mi padre era de La Ermita, una ranchería cercana a Jerez. Hijo de un campesino dueño de un montón de hectáreas áridas en las que, en un mundo ideal, debía crecer chile y frijol. Pero allí no brotaban ni las piedras. En el lugar yermo de donde soy, decir que eres campesino es recibido por la gente con semejante azoro que decir que siembras polvo. Que comes polvo. 

            Mi padre cursó únicamente el primer año de primaria antes de que lo mandaran a Jerez, donde tenía algunos parientes. Jamás aprendió a leer. Durante su infancia y primera juventud se empleó como repartidor, estibador, chofer de camiones de volteo y de carga. Pero sobre todo como albañil. Era echado en tiempos récord por su mal temperamento y su natural inconsistencia. Pero eso fue antes de que decidiera largarse a Fresnillo a trabajar como chofer de un camión de carga. Y mucho antes de haber pasado su primera estancia en la cárcel de Cieneguillas, acusado de robarse una góndola completa de hormigón.

            Al mes de salir de la sombra conoció a mi madre. Teresa Álvarez. Era la hija menor de un barrenador de una mina de Fresnillo. Laboraba como secretaria en las oficinas de la empresa minera por intercesión de un gerente que tenía en muy buena estima a mi abuelo. Mi madre estudió hasta el sexto grado, pero aprendió taquimecanografía, lo que jamás dejó de causarle un complejo terrible a mi padre, un analfabeto funcional.

            ¿Crees que por saber leer eres mejor que yo?, escuchaba que le gritaba mi padre algunas noches al otro lado de la pared de tablarroca.

            Mi madre soportaba callada hasta que él se cansaba de insultarla y se quedaba dormido, extenuado por un sueño hondo y etílico. Nada más cuando volvía a hacerse el silencio era que me animaba a salir de mi cuarto.

            Una de esas noches hallé a mi madre sentada en el piso de concreto, en el desnivel de la puerta de la calle, a la intemperie, las piernas recogidas debajo de su camisón viejo de franela. Fumaba con la concentración puesta en la línea infinita del semidesierto, donde las sombras de las yucas y los huizaches se convulsionaban como demonios solitarios intentando desprenderse del piso. Encima, un cielo abollado y prendido por broches de latón. Mi madre miraba ese vacío del modo en que lo hacen los gatos al advertir una amenaza. Cuando tiempo más adelante tuve mi primer caballo, Rosalinda, una yegua enferma, su mirada de abandono no dejaba de recordarme a la suya. Y de pronto, mientras pensaba esas cosas, mi madre se volvió hacia mí para dirigirme sus resignados ojos negros, planos igual que los de un pez muerto, anestesiados por la indiferencia. Cabellos revueltos. La cara llena de moretones. La odiaba por eso. Su quieta humillación no me provocaba piedad, sino asco.

             En silencio, mi madre devolvió su atención al vacío. Dio otra fumada al cigarro. Permanecí envarado en la banqueta, sin pestañear, temblando de frío.

            Después de esa noche, cuando mi madre no me veía, tiraba al suelo enlodado la ropa ella que tendía a secar en el patio. Escupía en su comida sin que se diera cuenta.

            Mi madre era delgada, blanca y de buena estatura por su sangre criolla. Los ojos negros y grandes típicos de las mujeres del bajío y el altiplano. Pero sin alma. No puedo afirmar que fuera guapa. Tampoco que fuera buena persona. Simplemente no tengo un juicio en ninguna dirección. Hay rasgos que no se olvidan, o que se transmiten por empatía entre la gente con la que se comparte la filiación. Ella no poseía ninguno. Y no la recuerdo tanto, salvo por el hecho de que fumaba compulsivamente y que para el desayuno se servía un vaso de leche con sotol. Acostumbraba ponerle un chorrito a la mía los días en que quería mandarme a dormir temprano. 

            Las noches en que recibía las palizas de mi padre y nos reuníamos involuntariamente en la banqueta, sin tocarnos, como por miedo a recibir una descarga eléctrica en el aire que mediaba entre los dos, callados, incapaces o avergonzados de pensar siquiera en entablar un puente con las palabras, constataba con horror que yo era también una hoja en blanco. Un espejo puesto frente a su carácter sin chiste, dócil y anodino. Eso que veía y que tanto despreciaba era también yo.

            Mi padre y mi madre se casaron pocos meses antes de que yo naciera. Se separaron semanas antes de mi cumpleaños número diez. Ese año no tuve fiesta. Tampoco los siguientes. 

 

 

Cuando aún vivíamos en Fresnillo, mi padre solía llevarme con él a las carreras de caballos. A mi madre no le importaba, en tanto él no la sonara a golpes y consiguiera librarse de mí durante al menos un fin de semana. Yo sabía por mis libros, mis revistas y por la televisión, que existían carreras del tipo de las del hipódromo, donde se reunía gente de mucho dinero. Mujeres guapas vestidas a la moda, políticos, famosillos y jockeys casi tan famosos como la gente que iban a verlos correr. Allí los caballos que competían eran de buena cepa, bien almohazados y con arreos de colores para las fotos y la televisión. Pero las carreras reales no eran así. Qué va. En las carreras reales no existía nada de eso. Las carreras a las que me refiero conformaban un mundo aparte, mucho más elemental y rudimentario, pero no por eso menos competitivo ni espectacular. A mí me parecían mil veces mejores. Carreras clandestinas. Cuartos de milla. Carreras de doscientas, trescientas y hasta de quinientas varas. Carreras parejeras llevadas a cabo en llanuras salvajes y remotas del semidesierto, lejos de las carreteras y las rancherías, donde un día antes se hacían pasar los trascabos para allanar la pista, afincar los paddocks portátiles y listonar las varas con un espacio de ochenta y siete centímetros entre cada una. En esas llanuras del altiplano, aparecían de un momento a otro asentamientos provisionales de caravanas enteras de cámpers y baterías completas de pick-ups. Un campamento formidable. Una ciudadela que se esfumaba al día siguiente como un espejismo en medio del desierto. Muchos de los que tomaban parte de esos eventos eran ganaderos, políticos y narcos.

            En esos llanos perdidos y polvosos vi correr a por lo menos un puño de  los mejores purasangres de todos los tiempos, campeones que harían esconder la cabeza en sus propios culos a los amariconados caballos del hipódromo, con sus listoncitos de colores, sus guirnaldas y sus jockeys vestidos de payasos.

            Torino, Centavo, el Moro de Cieneguillas, el Moro de Cumpas, una yegua de McAllen llamada Lucky Hell, Catorce, Juguete Caro, Malverde, Turquesa y Bolchevique, Azafrán III y el Venadito II. Eran los campeones más conocidos por esos tiempos entre las cuadras. Llegué a verlos a todos.

            El lugar y la fecha de cada carrera, aunque clandestinos, se corrían a voces semanas antes entre los apostadores de las cabeceras municipales y rancherías de Zacatecas y los estados vecinos. Las apuestas se realizaban con días de antelación en una bolsa común. De alguna forma mi padre estaba siempre al tanto y depositaba sumas considerables de su salario a favor de los caballos con mejor estrella. Era en esas apuestas donde dilapidaba buena parte de lo que ganaba. No era, en definitiva, una inversión redituable para un minero. Y, de todos modos, cuando mi padre ganaba, el dinero iba a parar a donde siempre. A la cantina del pueblo.

             Lo que a mí me atraía tanto de las carreras nada tenía que ver con eso que motivaba a mi padre y a los otros adultos.

            Las carreras se realizaban en sábado o en domingo. Gente de Coahuila, Nuevo León, San Luis Potosí, Jalisco, Sinaloa, Durango e incluso Aguascalientes, Guanajuato y Querétaro, estaban involucradas en aquel circuito ilegal. También gente de las distintas policías y del Ejército. Muchos capos. Mandos bajos y medios de los cárteles. Pistoleros. Mezclados todos indistintamente con la plebeyada de rancheros y criadores, vaqueros, tahúres, obreros y campesinos que frecuentaban las carreras.

            Aunque no tenía modo de saberlo, los pertenecientes a los narcos eran los caballos que más admiraba. Había uno en especial. Un isabelo purasangre de cuatro años, muy bonito, ligero y musculoso como corredor de cien metros planos. Le decían Satanás. Satanás tenía una arrancada formidable y unas primeras cincuenta varas de un tranco endiablado. Arrancaba con la alzada baja y la cabeza recta igual que un galgo poseído, y de ahí en adelante parecía que ya nada en este mundo podía frenarlo. Trece segundos en trescientas varas. Fue lo que llegué a cronometrarle en una ocasión con mi reloj. Tenía una libreta donde registraba los tiempos de mis caballos favoritos y los tiempos de Satanás estaban en lo más alto. Mi padre, al tanto de quién era el propietario de Satanás, un cabecilla regional del cártel de Sinaloa, me prohibía que me acercara a las caballerizas antes o después de cada carrera, cuando lo herraban o cuando sus cuidadores lo apersogaban por la jáquima para cepillarlo.

            Una vez, mientras mi padre se emborrachaba con otros apostadores, aproveché para colarme hasta los macheros de la cuadra de Satanás. Los hombres de las carreras hablaban mucho de picar a sus animales. O de que tal o cual ganador había sido picado. Pero bien a bien yo no entendía de lo que se trataba. Esa mañana, mientras admiraba escondido detrás de uno de los cámpers al imponente Satanás, vi cómo su entrenador le hablaba igual que se habla cuando se quiere enamorar a una muchacha. Lo miraba a los ojos y le cepillaba el lomo con la bruza mientras que otro hombre, un tipo que por su acento no parecía ser de la región, inyectaba a Satanás en la babilla con una jeringa enorme. Satanás resolló cuando sintió el piquete, piafó inquieto y dio un reparo. El entrenador lo serenó con palabras dóciles. El caballo debía estar acostumbrado.

            Los caballos más inteligentes pueden distinguirse porque ven a las personas directo a los ojos. En cierto momento Satanás miró en dirección de mi escondite. Estaba lejos para asegurarlo, pero puedo jurar que Satanás, ese coloso imbatible de las pistas al que yo admiraba como a una estrella rutilante, volteó a verme a escasos metros de distancia para comunicarme algo.

            Es su medicina, me dijo un jockey cuando me sorprendió espiando detrás del cámper. No le duele.

            Era un hombre casi de mi estatura. Quiso detenerme por los hombros pero me zafé. Salí corriendo con la intención de contarle a mi padre lo que acababa de ver, pero por alguna razón supe de inmediato que no lo entendería. No sólo eso, sino que no le importaría. Probablemente ya estaba al tanto de las atrocidades que practicaba aquella gente con sus caballos. Lo único que sacaría con ello era que me nalgueara por irme a meter a donde él me tenía prohibido. Así que no se lo conté. Me devolví a la zona del graderío y me metí debajo de los tablones, a la sombra, donde estaba seguro de que nadie me vería llorar.

En la época de Fresnillo mi padre aún estaba entero y podía trabajar dobles y hasta triples turnos. Cuatro o cinco días a la semana. Casi no venía a la casa. Mi madre y yo comíamos solos y en silencio. Ella bastante más concentrada en su vaso de sotol que en la persona que tenía delante. A la salida de la escuela era yo quien se ofrecía a llevar la comida a mi padre en un itacate que ella preparaba antes de terminarse media botella y echarse a dormir una siesta. Salía corriendo con el itacate hasta la bocamina principal y aprovechaba el aventón en uno de los vehículos Toyota las veces en que el ingeniero Rodríguez, jefe de mina de mi padre, se adentraba en las minas para iniciar el turno vespertino.

            El ingeniero Rodríguez me caía bien. Me dejaba usar su casco. No era un casco común. Era un casco de baquelita con las insignias de colores que utilizan los gerentes y los ingenieros de mayor rango. Como el que uso yo ahora. Entre los mineros, como entre soldados, el sistema de escalafones no difiere en sustancia. Tampoco muchos de los códigos internos.

            Disfrutaba de aquel recorrido en coche con el ingeniero Rodríguez. Descendíamos por un laberinto de túneles iluminado por luces de neón como por una autopista de la capital del submundo. Llegábamos en su Toyota hasta la oficina de pueble, cuatrocientos metros bajo la superficie, donde se encontraba el taller con las bestias mecánicas que descansaban igual que naves sobre la plataforma de un portaviones subterráneo. Cerca de allí también se hallaba el comedor, a esas horas lleno de gente animada. Los baños, los vestidores y las oficinas donde se repartían los turnos a los trabajadores ocupaban el mismo nivel. Era el punto nodal de la burocracia del inframundo.

            Ante la mirada indulgente de los mineros, preguntaba en qué rebaje le había tocado trabajar a mi padre. Todos me conocían. Me daban las coordenadas de su sector y desde allí bajaba caminando. Debía descender por la roca recién abierta, intentando alumbrarme con la linterna de casco entre la pesada calima de los explosivos recién detonados. Unos cien metros más abajo, me sumergía en las veredas anegadas de vapores como en las galerías estrechas de un panal. Esas parcelas de las minas eran habitadas exclusivamente por el rumor de los corazones mecánicos horadando la roca con sus aguijones. Por ahí sólo transitaban los vehículos Scoop, chaparros y articulados igual que lagartos, pero capaces de doblar las curvas cerradas de los túneles como felinos a buena velocidad. Los Scoop eran capaces de arrasar todo a su paso. Incluso un Jeep con tripulantes. Llegué a verlo más de una vez. Morir arrollado por una de esas bestias, la tragedia más común entre los mineros de a pie.

            Allí abajo, a más de medio kilómetro de profundidad, ni las mangas de ventilación ni los respiraderos bastaban para sanear el aire. Escaseaba el oxígeno y la humedad relativa era más densa que la de un sauna. Sin embargo, cuando era joven, mi padre podría completar en esas condiciones dos turnos sin descansar ni beber un sorbo de agua. Se las arreglaba, en cambio, para meter consigo una botella de mezcal. Bebía a escondidas de su jefe de mina, y casi siempre en complicidad de Barbosa, su compañero de cuadrilla.

             Barbosa era un viejo con gota que no hacía nada más que beber. Beber y estorbar. Barbosa era de Gómez Palacio. Le faltaba un ojo y mi padre decía que era uno de los mejores perforistas que pudo conocer. Pero de eso hacía décadas. No era más que un receptáculo de huesos y nervios.

            Barbosa me caía bien entre otras razones porque, con respecto a su máquina, mantenía la convicción de que era como hacerse cargo de un caballo fino y caro de carreras. En la oficina de pueble asignaban a menudo a Barbosa como el ayudante de cuadrilla de mi padre. Eso nada más hasta el día en que murió en un derrumbe. De ese derrumbe hablaré más tarde.

            Una botella de mezcal y la compañía inútil pero campechana del tuerto Barbosa. Era lo que le bastaba a mi padre para aguantar dos turnos continuos. Pienso ahora que por eso sus jefes lo valoraban a pesar de su carácter cada vez más arisco y pendenciero. Mi padre era un buen trabajador. Jamás se quejaba. Hoy es raro encontrarlos así. Yo mismo batallo un montón con mis perforistas. El sindicato. El jodido sindicato. Si tuviera una sola cuadrilla de trabajadores de la casta que mi padre, Dios sabe que podría sacar el mineral que extraen en una semana todos los hombres de la compañía. Ah, y cómo me gustaría ver sus caras cuando eso sucediera.

            Algunas esposas de los mineros que trabajaban en el sector de mi padre, aprovechaban para enviar los itacates de sus maridos conmigo a cambio de unos pesos. Lo hubiera hecho gratis de todos modos. Me gustaba estar en las minas. Las conocía de memoria. Igual o mejor que los mineros más viejos. Como el tuerto Barbosa, que no tenía familia. No salía a la superficie más que para dormir. Y a veces ni siquiera eso. Cuando compartíamos la comida con él, o en sus ratos de ocio, le gustaba contarme historias truculentas acerca de las minas y llevarme a explorar rebajes clausurados en los que se había agotado el mineral. Eran sectores a los que casi nadie se atrevía a descender por miedo a un derrumbe o porque simplemente ya no figuraban en los mapas más recientes de la empresa. Para cada una de esas regiones de nadie, Barbosa tenía al menos una historia buenísima que contar. Mi favorita era la de Roque, el barrenador que un día se halló una piedra de oro del tamaño de un melón. La historia contaba que fue castigado por no compartir su tesoro con el Diablo. Barbosa decía que, en esos casos, Lucifer exigía un tributo a los mineros, pero el tal Roque, mezquino y avaricioso, decidió no ofrecerle ni un terrón de su oro. Se fue a esconderlo en uno de los rebajes más inhóspitos. Días después, Roque volvió para sacar su piedra de oro de forma clandestina y largarse a otro estado, hacer una vida nueva, pero descubrió con amargura que su oro se había transformado en carbón. Y no sólo eso, sino que además el suelo de su escondite se abrió por la mitad y se lo tragó. Cuando Barbosa terminaba de contar esta historia, se quitaba el casco y hacía el signo de la cruz varias veces delante de su cara.

            Un pacto con el Diablo. La tierra abierta por la mitad. Una pieza de oro puro del tamaño de un melón. ¿De dónde sacaba el viejo semejantes marcianadas?

Mi abuelo materno heredó a mi padre la plaza como barrenador a través del sindicato luego de su retiro prematuro por silicosis, a los cuarenta y ocho años. Fue el primer y único trabajo que mi padre conservó por más de un lustro. Incluso después de la separación de mi madre. Fue minero hasta su muerte.

            Existían pocas personas en las minas tan grandes y macizas como él. Tenía una bola dura de boliche en lugar de cráneo. Ni las piedras que lo golpearon durante algunos derrumbes consiguieron achatarla. Medía casi dos metros y debía pesar más de cien kilos. Era casi tan alto como las picanas de acero que se usan para barrenar la piedra y que alcanzan los cielos de roca viva. Decían que podía doblar una de esas barras con las manos, pero eso yo nunca lo vi. Era temido a muerte por los otros perforistas y visto con recelo por sus superiores. De los pocos que se aventuraban a contravenir la opinión de los jefes. Mi padre era todo menos un hombre dúctil. Y mucho menos un hombre tonto. Así que pronto se adaptó a su nuevo oficio.

            Mi padre podía levantarme como una pluma con solo un brazo y hacerme girar en el aire sin esfuerzo hasta partirme de la risa. Había perdido parte de las falanges de la mano izquierda en un derrumbe. Tenía una cicatriz que le atravesaba el cráneo de manera trasversal. Una roca de varios kilos le rompió el casco. Fue un gran derrumbe. Los gerentes y los ingenieros más veteranos de la empresa lo recuerdan hasta el día de hoy. En él murieron más de doce hombres al instante. Otra docena pereció en los túneles por asfixia. A mi padre lo dieron por muerto. Pero uno de los operadores de los vehículos Scoop Tram lo encontró al cuarto día de las excavaciones de rescate. Lo hallaron tratando de abrirse paso con las manos entre las rocas deslavadas de uno de los rebajes más profundos del sector. Le amputaron las falanges machucadas y se reincorporó al trabajo al cabo de seis días.

             Mi padre. Así era.

            Admiraba a mi padre de una forma secreta y serena de la que él jamás se enteró. A veces, sobre todo los domingos en que le tocaba descansar, me quedaba dormido sobre su enorme pecho, la oreja puesta sobre su tórax tibio de tal forma que pudiera escuchar latir su corazón. Me arrullaba el movimiento de su resuello. Era como dormir sobre una montaña viviente. Así lo recuerdo. 

             A pesar de faltarle parte de los dedos, tenía unas manos fuertes, arcillosas y duras como tubérculos recién desenterrados que yo juraba que podían partir el mineral. Le crecía poca barba porque era mestizo y olía de un modo muy particular que me hacía sentir seguro y confortado. Una combinación entre su humor intenso, el diesel de la máquina perforadora y el jabón de teja con el que se lavaba, sin éxito, la mugre y los vapores tóxicos de la mina.

            Aunque yo era un niño y en perspectiva a cualquier persona mayor de veinte años la hallaba vieja, suelo pensar que mi padre debió tener apenas la edad que tengo ahora cuando mató a aquel hombre.

Un día, mientras mi padre hacía un descanso para comer, Barbosa y yo llegamos hasta una de las minas más antiguas, interconectada por la infraestructura central pero desprovista ya de servicios. Era una mina abandonada por donde se accedía hasta una colosal gruta natural. He visto pocas cosas más impresionantes que aquella gruta. Sólo las grutas de la mina que nuestra empresa tiene en Naica, Sonora, se acercan en magnitudes y esplendor a la gruta secreta de Barbosa. Todavía hoy, cuando la empresa me asigna un viaje a Fresnillo para dar capacitaciones a los nuevos jefes de mina, me tomo un tiempo para visitarla. Aquélla, quién iba a decirlo, resultó ser la gruta que Lucifer abrió para tragarse a Roque.

            La primera ocasión que estuvimos al filo de ese acantilado, Barbosa se detuvo, se quitó el casco como si hiciera una reverencia y me miró lleno de orgullo y satisfacción con su ojo bueno. La primera regla de un minero es jamás, por ningún motivo, desprenderse de su casco. Que Barbosa, un veterano, tuviera el arrebato de dejar su cráneo calvo y frágil como un cascarón de huevo expuesto bajo la dureza y el peso de capas y capas de manto terráqueo, me pareció perturbador. También yo quedé entablado, la boca abierta frente al inesperado espectáculo natural. En el fondo, cien metros en caída libre debajo de nuestros pies, apenas visible como un listón de plata líquida que serpeaba con pereza, nuestras lámparas descubrieron un río subterráneo de aguas heladas que se nutría de los mantos freáticos de los alrededores.

             Arriba, en la superficie, el desierto. Aridez y esterilidad. Allí abajo, delante de nuestros ojos, la fuente de la vida.

            Entre los muros de la gruta, conforme ascendían sus altísimas galerías escarpadas, una serie de columnas de cristales de carbono del grosor de un tronco de abeto se entrecruzaban de manera horizontal igual que puentes de vidrio por los que podría caminar una persona. Daba la impresión de que habíamos llegado a las ruinas de una antigua civilización de gigantes. Los círculos de las linternas hacían cintilar las columnas de cristal más cercanas, pero nuestra vista no alcanzaba a columbrar en qué punto tenían su nacimiento los racimos de estalactitas que se cernían en la cúpula como una cuña amenazante, cien metros a lo alto de donde estábamos parados.

             Comprendí mucho después que a lo que le rendía tributo y respeto el viejo Barbosa con aquel gesto temerario del casco, era a la obra maestra de un dios mineral. Un dios mucho más sabio y antiguo que cualquier dios humano.

            Mira todo esto muchacho, dijo Barbosa mientras volvía a ponerse el casco. Así es como me imagino que será el cielo cuando llegue la hora.

            ¿Señor?, dije sorprendido.

            Bueno, dijo Barbosa. El infierno, seguro que será el infierno.

            Yo continuaba mirando absorto la bóveda de cristal, sin saber si el viejo esperaba que dijera algo o que asistiera de forma callada a la constatación de una apreciación suya, desgastada de tanto uso. Como no dijo nada, me sentí obligado a hablar.

            Sí, es bonito, dije con miedo a dejar caer algo frágil. Pero yo más bien me imagino el cielo como un lugar lleno de caballos. Una llanura salvaje y muy iluminada donde corran los caballos. En la superficie. Nada de personas que lo echen a perder. Sólo manadas de caballos.

            ¿Caballos?, dijo Barbosa y escupió la tierra metida entre los dientes. ¿De qué carajos me hablas, muchacho?

            Shires, señor. Aztecas, peruanos, criollos, cuartos de milla…

            Barbosa parpadeó con su ojo bueno y me deslumbró sin querer con su verdadero segundo ojo, la lámpara de casco. Un androide. 

            Caballos, caballos…, Barbosa soltó una carcajada que se transformó en una ruidosa parvada de pájaros fugándose por las altas galerías de la gruta.

             Cabroncito, dijo riendo. Tenías que ser hijo de Ezequiel.

            Me acuerdo de todo esto y de cada palabra que pronunció ese día. Me acuerdo muy bien porque aquélla fue la última vez que vi con vida al viejo Juan Barbosa. 

 

 

 

La Soledad fue el cuarto o quinto pueblo al que transfirieron a mi padre. Después de la noche en que abandonamos nuestra casa, comenzamos a errar por el norte del país sin domicilio fijo. Nos asentábamos por temporadas en pueblos donde la compañía canadiense le proporcionaba trabajo. Mi padre reunía alguna suma o se metía en problemas, lo que ocurriera primero, y, antes de que pudiera acostumbrarme a mi nueva escuela y a mis nuevos amigos, poníamos nuestros culos zarandeados en marcha por la carretera.

             A menudo transferían a mi padre a consecuencia de peleas alcohólicas o indisciplina dentro de las minas. A los gerentes no les gusta en absoluto que esas cosas ocurran, y mucho menos que se sepan. Por órdenes superiores, y muy a pesar mío, he tenido que solapar casos similares, dirimirlos al interior, como en una corte militar. Pienso que fue por eso que el asunto de mi padre con aquel ingeniero no se ventiló nunca ni se hizo más grande. 

            Era sólo gracias al sindicato que aún no lo habían corrido. Lo más que conseguía la empresa era amonestarlo, trasladarlo de sede. Y cuando esto pasaba, era a lugares cada vez más inhóspitos. Lugares a los que ni las familias de los mineros ni los mineros tenían la menor gana de irse a vivir. A esas minas hostiles y apartadas llegaban únicamente los solteros. Los novatos. O los viejos lobos solitarios como Barbosa, que no conocían otro modo de vida y que habían adquirido eso que le llaman el mal de las minas. El mal de las minas. Yo ahora no sabría qué hacer allá afuera, en el mundo real.   

            La Soledad era un asentamiento minero creado a partir de un primer gran yacimiento de oro en el siglo pasado, en lo más recóndito de la Sierra Madre Occidental, la frontera perdida y más peligrosa entre Sinaloa y Durango. Lo que algunos conocen hoy como el Triángulo Dorado. El pueblo y la infraestructura crecían a buen ritmo. Cuatro mil habitantes y catorce minas intercomunicadas a medio kilómetro bajo el suelo. Vetas tan gordas que era posible distinguirlas a simple vista, vetas que abarcaban los cielos de los túneles y los rebajes de pared a pared.

            La superficie, sin embargo, era tierra de nadie. Tierra del narco. Ninguno en su sano juicio elegiría una plaza en esas minas por voluntad propia, salvo para irse a morir. Pero allá fuimos a dar mi padre y yo. Un lugar de castigo. La Soledad, decían, era la última oportunidad que te daba la vida. Así que más valía aprovecharla.

            En nuestra nueva casa vivíamos sólo mi padre y yo. Carolina, su nueva novia de veinte años, se vino a vivir más tarde con nosotros. A lo que llamábamos casa no era sino una de las doscientas o trescientas ratoneras en forma de cubos de tablarroca prefabricados a donde confinaban a los mineros. La renta, tanto como el consumo en la tienda de raya, se deducía mensualmente del salario de mi padre. Considerando que no existía otro lugar en dónde conseguir un techo y un catre en el pueblo más allá de esa colmena de cubículos adosados precariamente sobre una ladera de la Sierra Madre, puede decirse que aquélla fue nuestra mejor opción. En cambio, los ingenieros que eran jefes de mina y los que ocupaban los puestos más altos, así como los gerentes, vivían al otro extremo del pueblo, en una especie de gueto, un ciudadela delimitada por una cerca metálica infranqueable donde gozaban de algunos lujos como agua potable, sistema de drenaje y televisión satelital.

            Iba a cumplir los doce años. Cursaba el cuarto grado de primaria por segunda o tercera oportunidad. Ya ni sé. Y aquélla era la cuarta o quinta escuela a la que asistía. La escuela era de la empresa. Todos éramos hijos de mineros. Conformábamos una comunidad hermética dentro de esa otra comunidad hermética. Como hijos de amish o menonitas. No se constituían amistades genuinas entre nosotros. Era virtualmente imposible. Como casi todos vivíamos en tránsito perpetuo, debíamos aprender a realizar simulacros de esas amistades para implantar un orden artificial en un mundo sin orden al que, muy a nuestro pesar, nos condenaban. Otro tanto ocurría con las enemistades. A veces, al salir de clases, entre varios de los alumnos de sexto grado me llevaban a la fuerza hasta un jale de mina abandonado en la quebrada. Allí me despojaban de los lentes y también de la ropa. Me sometían entre varios de los más grandes y me pegaban varazos en las piernas y en las nalgas. Me orinaban. Dejaron de chingarme el día que le rompí la cara a uno con una piedra.

 

 

Mi padre se consiguió una novia. Se llamaba Carolina. Carolina me gustaba. Atendía la única tienda de abarrotes de La Soledad, que era de sus padres. Carolina tenía veinte años. Era muy guapa. Más de un regimiento de mineros jóvenes y un par de ingenieros casados andaban tras ella. Había hecho la secundaria en Durango, pero cuando su madre se enfermó de neumonía debió volver al pueblo para ayudarla con el negocio familiar. Su padre era un jefe de intendencia de las minas que casi no se paraba por la tienda. 

            Carolina me caía bien porque, entre otras cosas, se hacía pasar por mi novia. A veces iba por mí a la escuela. Me esperaba recargada en un árbol frente al portón vestida con un short de mezclilla entallado, blusa de tirantes, zapatillas y unos enormes lentes oscuros a la moda. Los profesores la barrían descaradamente con la mirada. Carolina me llevaba regalos a la escuela. Mangos con limón y chile piquín o raspados de nieve su tienda. Cuando daban la hora de salida, Carolina me recibía con un beso delante de todos los de mi salón. Olía siempre muy bien. Era más alta que yo. Me abrazaba por el cuello y nos íbamos caminando juntos a la casa o al río, donde la acompañaba a fumar mientras yo intentaba pescar algo para ella con un sedal hechizo.

            ¿Viste la cara de tontos que pusieron cuando te besé?, decía Carolina riendo. Son unos mocosos. Jamás se van a volver a meter contigo, Ezequiel.

            Nada más los novios se besan.

            Entonces tú y yo somos novios.

            ¿Y mi papá?

            Él también es mi novio. Pero con él hago otras cosas.

            ¿Lo besas?

            Algún día te voy a enseñar, decía y se le encendían los cachetes. Es mejor que lo aprendas de mí que de alguien más.

            Carolina se vino a vivir con nosotros un mes después de conocer a mi padre. El papá de Carolina y el mío tuvieron una fuerte discusión a causa de ello. El viejo se nos apareció en la puerta al tercer día con una escopeta en la mano. Era de noche y refrescaba. Los remansos de un invierno tardío. El viejo estaba dispuesto a resarcir lo que él creía el honor perdido de su única hija. Pobre. Pensé que mi padre tendría uno de sus arranques y que el anciano, cuando menos, terminaría doblado con un puño en el estómago. Sin embargo, al cabo de unos minutos del berrinche del viejo, mi padre, desusadamente amable, se puso su chamarra de lona, salió con él y caminaron juntos por ahí como si fueran amigos.

            Carolina y yo vimos detrás de la cortina cómo se detenían en un llano donde a veces yo salía a jugar futbol con los otros hijos de los mineros. Luego desaparecieron. Al cabo de una hora en que no supimos nada, mi padre volvió tranquilo y como si tal cosa.

            No le habrás pegado a mi papá, dijo Carolina.

            ¿Quieren ir al carnaval de Mazatlán?, dijo mi padre quitándose la chamarra para ponerla sobre una silla. Este fin de semana no tengo turnos. Podemos ir y volver en la Cheyenne.

            ¿Puedo subirme a los caballos mecánicos?, dije.

            Claro. Y al toro mecánico si quieres.

            ¿Le pegaste al viejo?, insistió Carolina.

            ¡El toro mecánico!, dije y salí corriendo a hacer mi mochila.

            Ya tienes edad, dijo mi padre.

            Ezequiel, dijo Carolina agarrando a mi padre por el cuello de la camisa. ¿Qué le hiciste?

            No dejabas de hablar de cuánto querías ir al carnaval este año, dijo mi padre besándola en la frente.

            Ay, no, dijo Carolina llevándose las manos a la boca. ¿El viejo me va a obligar a volver a mi casa?

            ¿De qué hablas? Tu casa es ésta, dijo mi padre y la besó de nuevo.

            Carolina se quedó quieta.

            Eres un cabrón, dijo riendo y brincó para abrazarse a él con piernas y brazos. Un cabrón hijo de la chingada.

            Cuando Carolina reía de esa forma descontrolada, como jalando el aire hacia dentro, era cuando más me gustaba. Mi padre y ella dieron vueltas abrazados por la sala hasta caer en el piso. Luego, se encerraron en su cuarto e hicieron lo que yo a veces los descubría haciendo desde el mío. Gritar y gemir como puerquitos. Puaj.

            Cuando volvimos del carnaval, el domingo siguiente por la noche, alguien había dejado las maletas de Carolina con su ropa y todas sus pertenencias en el patio trasero de nuestra casa, resguardadas debajo de una lona. 

            Era oficial. Éramos una familia.

 

 

De los años en que acompañaba a mi padre a las minas, me gustaba el olor a humedad del agua trasminada. Me gustaba el olor nocivo de los explosivos que se usaban en esa época. Olían a ocote chamuscado, a resina, como si alguien hubiera encendido una fogata en el interior de los rebajes sin ventilar y entre los túneles. Nada que ver con el aroma aséptico de los explosivos en gel que usamos ahora, detonados por diodos en serie y desde muy lejos, desde una computadora. Aunque Barbosa, el ingeniero Rodríguez y mi padre me lo tenían muy prohibido, yo aprovechaba la oportunidad para respirar con morbo los remanentes de los gases después de cada detonación. Me ponían algo mareado. Y como soñoliento, como si no tuviera piernas ni cabeza. Una sensación muy placentera que duraba muchas horas.

            Los días en que Barbosa se ausentaba, mientras esperaba a que mi padre terminara de comer, me gustaba fanfarronear con su máquina de barreno. A veces, incluso, me quedaba otro rato para verlo trabajar. Me sentaba en una pared recién abierta de roca, sin pestañear, sin hacer ruido. Orejeras puestas y los oídos bien tapados. Escuchaba únicamente el rumor de la barrena en mi pecho y el latido de mi corazón.

            Ni con mi más grande esfuerzo lograba sostener la máquina de mi padre como se debe. Aun apoyándola en la pierna hidráulica me costaba horrores alzarla medio metro. Cuando mi padre me veía sudar la gota gorda, me tocaba los bíceps con aire entre alegre y dubitativo. ¡Conejos!, decía. Y yo concentraba toda mi fuerza en los brazos hasta ver lucecitas. Pero nada ocurría. Que no me preocupara, decía él, que no tardaría en poder levantar aquellos más de treinta kilos de metal con un solo brazo y mantenerlos así el turno entero. Justo como hacía él sin tomarse un minuto de descanso. ¡Conejos!, le gritaba ahora yo a mi padre y era como verlo introducir un sacacorchos en el corcho blando de una botella hasta dejar una herida hondísima y humeante sobre la roca en segundos.

            En aquello último mi padre sí que se equivocó. Conejos. Salí más bien a mi madre. Alto, lampiño, esmirriado, miope. Anodino.

            El resto del tiempo, cuando no trabajaba, mi padre gastaba las horas y el dinero en tomar. Y no es que hubiera mucho más en qué emplear el tiempo o el dinero en nuestra época en Fresnillo. A veces lo acompañaba a La Pasión, un antro donde se reunían los obreros del sindicato y las prostitutas viejas y gordas de siempre. Nada más en ese sitio era posible ver a los mineros sin las camisolas percudidas ni los overoles pardos con los logos de la empresa. Aunque algunos, los más necios, ni para eso se los quitaban. Los fines de semana sacaban a lucir sus botas de piel de cocodrilo o de avestruz, los cinturones piteados con hebillas relucientes y las camisas bordadas. Mi padre tenía una Stetson muy bonita. Era una texana negra de piel de conejo que aún conservo. Me gustaba mucho. Pero en esta época es difícil usar una texana negra sin arriesgarse a que sea zurcida gratuitamente por una bala.

            Los ingenieros jamás se asomaban por La Pasión. Los amigos de mi padre aprovechaban para tirar mierdas contra sus superiores. Me regalaban un montón de monedas para la máquina de Pac-Man y la rockola mientras ellos se emborrachaban. A los amigos de mi padre les resultaba de lo más gracioso que él me permitiera beber. Cuando me aburría, me iba a sentar en una de las sillas de plástico con los adultos y bebía de la cerveza de mi padre hasta quedarme dormido. Cuando despertaba, entre un montón de mineros borrachos y mujeres argüenderas, alguien, que no siempre era mi padre, me cargaba para devolverme a la casa. Me decían que había hablando dormido.

            Mi madre parecía no hallar inconveniente en que mi padre pasara las noches en La Pasión con otras mujeres. Ella, por su parte, tenía un amigo. Era un amigo que traía por las noches a la casa. A veces, cuando me levantaba temprano para la escuela, y sólo si mi padre cubría el turno nocturno, descubría que el amigo de mi madre se había quedado a dormir. Se llamaba Cruz Ortega. Pero mi padre estaba obligado a llamarlo ingeniero Ortega. El ingeniero Ortega trabajaba en la gerencia de seguridad. Inspeccionaba los rebajes nuevos y las unidades de monóxido por cada una de oxígeno en los túneles y la calidad del aire y todas esas cosas. Muerte dulce. Así le llaman los mineros a la muerte por monóxido de carbono.

             Creo que el tal ingeniero Ortega era un ingeniero químico. Ni siquiera hacía trabajo en las minas como todos los otros. Venía a la casa con más y más frecuencia. Cuando yo volvía de la escuela o de vagabundear por las vías del tren que conducía a Saltillo para cazar víboras de cascabel que después vendía, era común encontrármelo a él y a mi madre sentados en la mesita de la cocina, una botella de sotol medio vacía entre ambos, las caras sonrientes y enrojecidas.

            A veces no mataba a las víboras. Les cortaba el cascabel con una piedra afilada y las dejaba irse para que algún animal se las comiera.

            Las noches en que el ingeniero Ortega se quedaba en la casa yo prefería salir a caminar por las vías del tren sin que mi madre lo notara. Las mañanas que seguían a esas noches, ella me ponía sin variedad un refresco en la mochila y me daba algo más de dinero. Era cuando más conseguía que la odiara. Tiraba el refresco en la tarja y dejaba el dinero en la mesa. Mi padre no se atrevería a mentirme. Mucho menos a sobornarme. Podría reventar a golpes a alguien, y podría renunciar a su trabajo con tal de no tener que mentir. O incluso matar. Hubiera sido capaz de matar, eso lo sé ahora. Pero jamás se hubiera atrevido a mentirme o a sobornarme.

            Algunos días, mientras recorría las vías del tren que iba a Saltillo, y sólo si tenía suerte, podía encontrarme vagones que trasportaban caballos. Caballos frisones que venían del otro lado de la frontera. Cuando eso ocurría eran días estupendos.

            En esa época me rondaba un sueño que me hacía despertar empapado en sudor. En el sueño veía a mi padre muerto. No era una pesadilla. Todo era placentero, había mucha luz y él estaba quieto, como si durmiera, dentro un féretro blanco. Todo era muy blanco y estaba muy iluminado. La gente rezaba el rosario alrededor de él. Lo que me inquietaba del sueño era que, cuando conseguía abrirme paso para llegar al fin hasta mi padre, lo que veía en el ataúd era a un niño. Mi padre a mi edad. El ataúd le quedaba enorme. Lo llamaba por su nombre y él abría los ojos para observarme de cerca. Entonces despertaba aterrado.

 

 

 

Sólo conocí a un cuarto de milla capaz de vencer a Satanás, el campeón purasangre. Era una yegua dispuesta a hacer pedazos la leyenda y el orgullo más preciado de aquel cabecilla del cártel de Sinaloa. Se llamaba Lucero. 

            Lucero era una potra zaina de tres años. Alzada media, cañas finas por la buena estirpe y una barra blanca con la forma de África en el testuz. De allí su nombre. Se rumoraba que Lucero pertenecía a la cuadrilla del gobernador del estado. Para mantener el perfil bajo, era cuidada por un jockey retirado de Tijuana que en la cima de su carrera llegó a competir en el All American Futurity. 

            Lucero tenía un tranco muy lento en la arrancada y una facha por la que nadie se atrevería a comprometer un solo peso. No lucía tanto en las distancias cortas en que solían correrla. Pero a mí no me engañaba. Desde que la vi, supe que pertenecía al olimpo de los purasangres. Sentí un nudo en la garganta la vez que, por casualidad, me la encontré agostando sin silla ni amartigón. La aparición me impresionó tanto que creí por un momento estar frente a un mustang salvaje extraviado en la llanura. 

            Sentí ese nudo en la garganta una ocasión antes. Cuando conocí a Satanás. Por lo que estaba convencido de la jerarquía de la yegua que tenía enfrente. Me pasó también con Centavo y Torino. Mi nudo en la garganta jamás se equivocaba al reconocer a los campeones. Lucero era incluso en ese aspecto un animal astuto. Te engañaba. Podía pasar por un caballo común, por una potranca salvaje, si no ponías la bastante atención. Yo tenía en ese entonces un sexto sentido que nadie más poseía. Y el nudo en la garganta era la alerta inequívoca que tenía mi sexto sentido para manifestarse cuando estaba delante de un gran campeón.

            Lucero arrancaba con tanta flojera que podía verse a por lo menos un hombre perder el resuello en las primeras cincuenta o cien varas creyendo haber dilapidado su patrimonio. Pero nadie mejor que yo sabía lo que venía enseguida. A pesar de sus malos arranques por su poca musculatura, Lucero era un animal muy inteligente, el más listo que he conocido. Mucho más astuta que Satanás. Podría decirse que Lucero tenía una estrategia. No digo que su viejo jockey la tuviera. Ese imbécil se limitaba a azotarla con la vara de membrillo en la grupa cuando Lucero arrancaba mal. Y tampoco era una estrategia que Lucero hubiera aprendido de su entrenador, quien lo más que pudo enseñarle fue a correr en línea recta. A lo que me refiero es que Lucero jugaba con sus oponentes. Los sopesaba en el tercio inicial del recorrido con un ojo alerta y el cuerpo untado a los paddocks como un gato al acecho y, a partir de allí, entonces sí, se lanzaba con todo. Lucero, invariablemente, ganaba. No sólo le daba alcance a su contendiente, sino que muchas de las veces lo humillaba. La vi, por ejemplo, hacer sudar en las últimas cien varas a Centavo, un alazán veloz como una flecha. La vi en Jalpa hacer trastabillar en la última cabezada a Torino, y al jinete de Torino salir volando por encima de las varas. La vi, en una carrera legendaria en un llano cerca de Río Grande, hacer tronar en los últimos cincuenta metros a Lucky Hell, la mítica Lucky Hell, cuyos dueños debieron sacrificarla sin remedio momentos después de su derrota por una fractura. 

            Así de grande era Lucero. Muy pronto llenó mis libretas con las mejores marcas de la temporada. Con el tiempo llegué a preferirla más que a Satanás. Sobre todo después del episodio de la jeringa. Estaba seguro de que Lucero nunca permitiría que le hicieran algo semejante.

            Satanás y Lucero jamás se enfrentaron. Salvo una ocasión.

            El gobernador del estado, propietario de Lucero, y el capo al que pertenecía Satanás, lograron al fin ponerse de acuerdo en los términos y las fechas para la carrera que todo mundo, comenzado por mí, había esperado. Mi padre y yo estuvimos allí. Lo vimos todo. Fue la carrera donde ocurrió aquel suceso tan feo del que no me gustaba hablar y del que, tácitamente, mi padre y yo y decidimos tampoco hablar entre nosotros.

 

 

Mi padre llegó a cumplir más de veinte años trabajando en la compañía y, así, trabajando, fue que murió. Era una compañía canadiense. Nada del oro que extraían se quedaba en el país. Pero, contrario a lo que a uno le daría por suponer, ese oro terminaba casi en su totalidad como superconductor en fábricas de microprocesadores de Utah y Canadá. Sólo algunos jeques árabes lo compraban en forma de lingotes. Una vez vi cómo cargaban la avioneta en que salían las barras del oro de la Sierra Madre. Fue una mañana de un lunes, muy temprano, mientras me dirigía a la escuela y tomé la vereda sin asfaltar que pasaba cerca de la pista de terracería sobre una barranca. Era el camino más largo para llegar a la escuela, pero también el único modo de evitar a los muchachos de sexto que no dejaban de joderme. Cuando lo vi, no paré de imaginarme lo que podría comprarse con todo ese oro. Una cuadra de caballos, por ejemplo. Una raza entera. Por qué mi padre jamás traía uno de esos lingotes a casa si él, entre todos los trabajadores de la compañía, era quien de veras se partía el lomo para sacarlo de las profundidades. Podríamos tener llanuras enteras de caballos libres, corriendo desbocados y sin freno, trazado largas rayas de polvareda como bólidos sobre las llanuras. 

            Lo más cercano que mi padre llegó a comprarme para cumplir la promesa que hizo la noche que huimos de nuestra casa en Fresnillo, no fue exactamente una cuadrilla de purasangres. Es más, ni siquiera fue un caballo. Fue una yegua. Una yegua vieja y derrengada.

            Un madrugada, luego de pasar la noche en La Cantera, el tugurio donde se reunía con los demás mineros de La Soledad, mi padre llegó a la casa con una bestia nerviosa que no paraba de temblar. Era una yegua que a duras penas lograba mantener el equilibrio en la caja posterior de la Cheyenne de mi padre. Piafaba para no caerse y sus cascos hacían un chapoteo metálico sobre la base de la caja. Aún no amanecía cuando me despertó el ruido del motor. Mi padre entró aprisa hasta mi cuarto y, emocionado, me sacó de la cama, como si él fuera el niño en la mañana de navidad y yo el adulto que se resiste a salir para abrir los regalos. Afuera, me tallé los ojos para ver mejor. La yegua resoplaba por los nervios. Corcoveaba inquieta dentro del remolque. Volví a tallarme los ojos para asegurarme de que no seguía inmerso en un mal sueño.

            ¿Qué tal?, dijo mi padre frotándose las manos y excitado todavía por efecto del alcohol.

            ¿Qué cosa?, dije.

            El caballo. ¿Qué tal?

            Pues…, dije mirando al suelo por la vergüenza que me provocaba encararlo.

            ¿Sabe tu padre cumplir sus promesas o no, Ezequiel?

            Era una yegua ruana que tenía un palo de escoba por cuello y que, de lejos, cualquiera confundiría con un burro. De capa ruana, sí, pero con cabeza de moro. Un color indescifrable de tan corriente. Tenía cantidad de remolinos y carlangas espesas en lugar crines y mechón. El resto del pelaje le raleaba en grandes zonas, tal vez a consecuencia de una infección mal cuidada en la piel. Lo mismo le ocurría debajo del maslo.

            Me acerqué para verla mejor. Olía de veras mal. Cuando estuve más cerca de ella comenzó a ponerse inquieta. De cruz ni siquiera alcanzaba el metro y medio. De haberlo querido, hubiera podido montarla sin despegar los pies del suelo. Pero eso jamás iba a suceder. Además, se veía a leguas que fue utilizada por años como animal de carga. Tenía el lomo hundido como una teja de jabón con mucho uso y era obvio a simple vista que el aplomo lo tenía cerrado en los corvejones, lo que la haría tropezar al primer intento de correr. Zamba. Ni hablar de que ese montón de pellejo sarnoso lograra correr algún día. No apostaría a su favor ni en una carrera contra una vaca lechera, aunque dependiera mi vida de ello. No, señor. 

            La yegua me miró con tanta curiosidad como yo a ella. ¿De dónde había sacado mi padre ese esperpento?

            ¡Válgame Dios!, dijo Carolina cuando salió de la casa para ver qué pasaba. Se subió un burro a tu camioneta, Ezequiel.

            El falso caballo ya tenía un nombre. Se llamaba Rosalinda. El nombre más estúpido del mundo. Ponerle un nombre decente. Ni siquiera eso podía hacerse ya por la pobre bestia. Mi padre se la compró durante la borrachera a un ingeniero de seguridad que la conservaba en el establo de un contratista y no sabía cómo deshacerse de ella. Estaba jodida por donde se le viera. Pegarle un tiro en el testuz. Era lo más generoso que podría hacerse a su favor. 

            Sentí mucha vergüenza. Tuve ganas de llorar. Mi primer impulso fue devolverme corriendo a la casa antes de que alguno de mis compañeros del salón me viera cerca de esa cosa.

            ¿Qué tal, eh?, volvió a decir mi padre emocionado. ¿A poco no es una chulada de caballo? No me costó casi nada.

            Nos va a salir más caro llevarlo al matadero, dijo Carolina.

            Carolina tenía razón. Siempre tenía la razón. Mi padre no daba trazas de estar al tanto de mi disgusto. Iba más borracho de lo que creí. Tampoco se daba cuenta de lo absurdo de la imagen que debíamos conformar los tres, parados en medio del frío de la madrugada, con una yegua desahuciada temblequeando sobre la camioneta.

            Si quieres podemos ir al llano a correrla ahorita, dijo mi padre.

            ¿Correr?, dijo Carolina. Date de santos si esa cosa no se nos muere aquí.

            Tengo que ir a clases, dije yo.

            ¿Seguro de que no quieres ir a montar?, dijo mi padre. Puedes faltar a clases, si quieres. Carolina puede venir con nosotros.

            Ni hablar, dijo Carolina desde la puerta. Ni creas que me voy a acercar a ese animal a más de diez metros. Qué tal que me pega la sarna.

            Tú qué vas a saber de caballos, dijo mi padre. El muchacho es un experto. Conoce lo que tiene enfrente. ¿Verdad, Ezequiel?

            Yo nada más veo huesos y pellejo, dijo Carolina.

            A ver, muchacho, dijo mi padre poniéndose en cuclillas para mirarme. ¿Es o no un buen caballo?

            Volteé a ver a Carolina. Me sonreía recargada en el marco de la puerta.

            Supongo, dije.

            ¿Ves?, dijo mi padre poniéndose de pie. A él no lo engañan. Ezequiel es más listo que tú y que yo juntos.

            Bah, dijo Carolina. Los dejo jugar con su poni, niños. Yo me duermo otro rato.

            Cierra la boca, dijo mi padre. A ver, hijo, dile a la señorita si éste es un buen caballo o no. Díselo o voy y se lo devuelvo ahorita al cabrón que me lo vendió.

            Con la cabeza baja observé a mi padre y luego a Carolina. Ella se cubría la boca con un puño para no reír. Desapareció un segundo por la puerta y regresó con un cigarro. Hizo una covacha con ambas manos para encenderlo. Su rostro ovalado se iluminó por instante. Faltaba poco para que amaneciera. Era la hora más fría del día. Las hilachas de niebla descendían por las montañas como espíritus que huyen de la luz diurna. Los animales de la sierra cambiaban de turno y el silencio fue abrumador durante una racha de tiempo. Al fondo, proveniente de la ladera oeste de la falda montañosa, doscientos metros más abajo, y sólo si se ponía atención, se escuchaba el murmullo adormilado del río.

            Noté cómo le temblaban los labios a mi padre mientras esperaba mi respuesta.

            Pues…, dije al fin sin atreverme a ver a la yegua. No está mal.

            ¿Lo ves?, le dijo mi padre a Carolina y manoteó en el aire para respaldar su triunfo. Mi hijo es inteligente. Nadie lo estafa. Ha leído muchos libros. Más libros de los que tú vas a leer en toda tu vida.

            Ay, Ezequiel, dijo Carolina. Haz lo que quieras. Pero esa garra no va a poner un pie en mi jardín. Además, quiero ver al valiente que va a limpiarle las cacas.

            Déjala, dijo mi padre recuperando el buen ánimo. Vas a ver cómo ponemos al punto a nuestro caballo para llevarlo a las carreras. Puedes curarlo, ¿no?

            Supongo, dije.

            ¿Y qué carajo comen estas bestias?

            Mi padre rodeó la caja posterior de la Cheyenne rascándose la nuca.

            La verdad es que es un buen caballo, señor.

            ¿Perdón?

            Sí, dije. No está tan mal.

            Mi padre dejó de rascarse la nuca, me miró sorprendido y sonrió satisfecho.

            En esa época me visitaban dos ideas que me hacían sentir una bola pesada en el estómago. La primera era que mi padre muriera antes que yo. La segunda era que, en caso de que existiera la reencarnación, él reencarnara, por ejemplo, en un camello y yo en una nube y que jamás volviéramos a encontrarnos.

 

 

Un día mi padre tuvo un accidente en su antigua mina de Fresnillo. Un machucón en el pie con una roca del tamaño de un yunque. Un ancla mal puesta por Barbosa se botó y provocó un derrumbe menor en una de las paredes laterales mientras hacían las perforaciones para una cejilla ordenada por el ingeniero Rodríguez, su jefe de mina. El casquillo de acero en la puntera de la bota fue lo que le salvó el pie a mi padre. Pero inclusive así salió lesionado. En mis años de minero he visto decenas de cuerpos sacados a paladas luego de ser embarrados en el piso por una roca. Cabezas descalabradas. Miembros faltantes. Sucede todo el tiempo. Existen dos clases de mineros. Los que tienen suerte y los que están muertos. Mi padre era de los primeros.

            Después de que lo atendieran en la enfermería, mi padre debió ausentarse en el turno de noche. El ingeniero Rodríguez lo trajo a la casa en su Toyota. Mi padre no traía ya el cinturón con las fornituras de trabajo, pero sí el casco con una enorme muesca como un trofeo de guerra. Traía colgadas sus botas al hombro, una de ellas inservible. Cojeaba por el pie vendado. Llegó mucho más temprano que de diario, por lo que irremediablemente se topó con el ingeniero Ortega, el amigo de mi madre, en la sala de estar.

            Buenas noches, dijo mi padre.

            Buenas, dijo el ingeniero Ortega.

            Desde mi cuarto no oí que se pusiera de pie o se moviera siquiera del sitio donde estaba.

            Escuché a mi madre irse a meter a la cocina.

            Compadre, dijo Ortega. Te ves terrible.

            Me he visto peor.

            Escuché cómo dejaba caer el casco y las botas en el suelo.

            El ingeniero Ortega debió servirse más sotol en el vaso porque oí un chisguete largo.

            ¿Un derrumbe?

            No es nada, dijo mi padre. Salí a esquiar.

            Hay que tener cuidado con esas cosas.

            Bah, son rasguños.

            Los perforistas jamás siguen el protocolo de seguridad.

            El protocolo.

            Por eso tantos accidentes.

            En tu gerencia deben conocer muy bien el bendito protocolo. Jamás se lastiman las uñas.

            ¿Sabías que la compañía pierde millones de pesos cada año por los descuidos de los perforistas?

            Una lástima, dijo mi padre.

            Sí, dijo Ortega. No saben cuidar lo que tienen.

            Se oyó cómo mi padre arrastraba una silla y se sentaba a la mesa. De nuevo el sonido líquido del sotol siendo vertido en un vaso. Luego silencio.

            A esas horas fingía dormir en mi recámara. Odiaba tener que escuchar las ruidosas carcajadas de los mayores cuando tomaban sotol. Además, el amigo de mi madre, el ingeniero Ortega, fumaba mucho. Cuando estaba allí la casa olía en serio mal. Daban las nueve y me encerraba en el cuarto. Simulaba irme a dormir, cuando lo que en realidad hacía era encender la lámpara de casco y quedarme mirando mis libros con fotografías de caballos debajo de las sábanas. Así que la noche en que mi padre llegó más temprano que de costumbre luego del accidente, yo estaba muy despierto y escuché todo.

            Mi padre y el ingeniero Ortega se enzarzaron a gritos. Hubo gritos de los dos hombres y también de mi madre. Luego golpes. Golpes de muebles. Y después otra clase de golpes secos que no alcancé a distinguir. Salté de la cama y pegué la oreja a la puerta. Oí a mi madre llorar. Pronunciaba mucho el nombre de mi padre. Pronunciaba también el nombre de Dios. Estoy hablando de segundos, quizás un minuto. Luego, como el lapso que sucede a la caída de un relámpago, se asentó un silencio eléctrico y ya no volvió a haber escándalo el resto de la noche.

            Pensé que los tres se habían ido y que me habían dejado solo. O, peor, que mi padre había matado a Ortega. Que lo había matado y que ahora él y mi madre contemplaban atónitos el cadáver tendido en el piso de la sala. El corazón se me apeñuscó durante esos largos minutos de espera.

            Tenía la oreja pegada a la puerta y casi me orino de susto cuando mi padre la abrió con violencia para sacarme arrastrando del brazo. Me ordenó que me pusiera los zapatos y me hizo salir con él a la calle. Estaba en piyama. Hacía frío. Ni siquiera dejó que me llevara mis cuadernos de la escuela, ni mis libros. En el forcejeo perdí los lentes. Me costaba ver bien sin mis lentes. No tuve tiempo de comprobar si mi madre o el ingeniero Ortega seguían en la casa. Si Ortega estaba muerto. Todo pasó en segundos.

            Por alguna razón presentía que iríamos lejos. Le supliqué a mi padre, le dije que era importante que llevara conmigo mis libros de caballos, mis lentes. Le dije que a la mañana siguiente tenía escuela. Pero él estaba fuera de sí. Tenía una mirada endiablada y los músculos rígidos debido al coraje y la sobreexcitación de la pelea. Resollaba con la boca reseca. No me miró. Ni siquiera me escuchó. Me obligó a subir bruscamente a su camioneta y, por primera vez en mi vida, me inspiró un miedo indecible. Le temblaban las manos. Creí verlas manchadas de sangre, pero no estoy seguro. Arrancó con trabajos la Cheyenne y casi la ahoga por las prisas. Vi resignado desde la cabina cómo, conforme nos alejábamos, las luces de nuestra casa se tornaban sin remedio más chiquitas en la garganta de la noche.

            No me atreví a abrir la boca ni a mirar a mi padre durante un buen rato. Temía que hubiera hecho algo malo sin darme cuenta. Una víbora machacada a palos, un perro torturado con mi rifle de diábolos, las cosas que robaba de los vagones del tren de carga. Alguien debió delatarme. Temía ser yo contra quien mi padre apuntara su furia. Llegué a pensar que en la empresa habían descubierto que era yo el que se robaba los cristales de la gruta de Barbosa. O que mi madre le había rajado que escupía en su comida. Estaba dispuesto a devolver la caja de zapatos con los cristales de carbono que escondía debajo de mi cama, estaba dispuesto a devolver cada cosa que me robé, a pedir un milagro para restituir cada víbora muerta por mí si con eso resarcía el daño y mitigaba la ira de mi padre.

 

 

De entre los ingenieros que frecuentaban a Carolina con el pretexto de ir a comprar en la tienda de abarrotes, había uno del que me acuerdo muy bien por el altercado que tuvo más tarde con mi padre. Su apellido era Beck.

            A diferencia de los mineros rasos y los trabajadores de servicios, la compañía mantenía abonados a sus ingenieros. Por lo que ninguno tenía necesidad real de salir de la ciudadela donde vivían para ir a abastecerse en el local de los padres de Carolina. A veces, cuando Carolina pasaba por mí a la escuela, me quedaba con ella en la tienda durante toda la tarde. Hacía la tarea sobre el mostrador o me sentaba nada más a tontear y a escuchar con ella las estaciones de radio de Durango mientras nos comíamos un raspado. Nos la pasábamos muy bien. Pero cuando el tal ingeniero Beck se apersonaba por ahí, Carolina cambiaba de humor. Incluso su voz era otra. Se tocaba mucho el cabello y se mordía los labios. Dejaba de repente de ser mi novia, la que ponía en su lugar a los pendejos de sexto grado.

            Por la facultad que tenía el ingeniero Beck para operar estos cambios en la personalidad de Carolina, era que no me caía ni un quinto de bien. Carolina también perdía simpatía ante mis ojos. Y yo, para ella, me volvía invisible. Cuando eso pasaba, apretaba los dientes en silencio, tomaba mis útiles y me largaba a terminar la tarea de la escuela a otra parte.

            John Beck debía tener unos veinticinco años. Era guapo. Su madre era mexicana, su padre de ascendencia gringa. Había estudiado en los Estados Unidos, donde se tatuó los brazos. John Beck se vestía de forma extravagante los días que no usaba el uniforme. Era objeto de burlas veladas de parte de los mineros y de los otros jefes de mina. Era el único minero que conocía que usaba loción y que llevaba un corte de cabello a la moda, muy poco práctico para el trabajo. Hablaba de forma amanerada y jamás se le veía en compañía de otros mineros. Siempre con muchachas.

            Un día el ingeniero Beck se apareció en la tienda con regalos. Unos aretes muy bonitos en forma de sirena para Carolina y un guante nuevo de beisbol para mí. Era un guante profesional. Tenía el logotipo de las Ligas Mayores. Me rehusé a aceptarlo, pero Carolina me dijo que no podía hacerle esa grosería a Johnny. Así lo llamaba. Tomé el guante sin darle las gracias. Empaqué mis cosas de la escuela en la mochila y me fui sin despedirme.

            Camino a casa tiré el guante nuevo en una piara con la esperanza de que los cerdos se lo comieran.

            Otro día de esa semana, no era ya Carolina quien me esperaba como de costumbre a la salida de la escuela, sino mi padre. De hecho, Carolina no volvió a aparecerse más por ahí. Mi padre aborrecía pasar por la escuela. Fue una aparición inesperada. Temí que algo malo hubiera sucedido. Me quedé quieto en el portón principal con la mochila en el suelo. Lo miré y miré en los dos sentidos de la calle para medir mis opciones. No me moví hasta que mi padre me hizo una seña con la mano para que lo siguiera. Caminó calle abajo sin esperarme. Tuve que correr detrás de él.

            Aquí está el galán, dijo sin verme cuando lo emparejé.

            Papá.

            El conquistador de mujeres, eh.

            ¿Qué pasó?

            ¿Tiene que pasar algo malo para que un padre se preocupe por su hijo?

            No, pero…

            ¿Esperabas a alguien más, entonces?

            Dijo aquello con la voz umbrosa e impersonal que solía oírle cuando se dirigía a los jefes de mina y a los extraños para intimidarlos. Sentí miedo. Mi padre llevaba el overol de trabajo. No se había quitado el casco. Lo usaba para protegerse del sol. Eran rarísimas las veces que lo veía bajo la luz natural. Sólo así afloraba la edad que representaba. A pesar de su juventud, las arrugas profundas como cicatrices y lo cetrino de la piel a causa del contacto permanente con el diesel de su máquina le endilgaban por lo menos una década extra de la que en realidad tenía.

            Caminamos deprisa. Cuando estuvimos cerca del río, a mitad del trayecto de nuestra casa, mi padre se detuvo en seco. Volteó alrededor y, tan rápido como tuvo la certeza de que nadie nos veía, me jaló de los pelos y me puso la cara contra el tronco de un eucalipto. Me torció el brazo detrás de la espalda con tanta rudeza que creí que intentaba rompérmelo. Me zarandeó como a un gazapo hasta que perdí el equilibrio y resbalé por la tierra húmeda de la ribera. Levanté la cabeza para mirarlo a contraluz.

            ¿Ya te crees un hombrecito?

            ¿Señor?, dije sacudiéndome las rodillas aterradas antes de levantar los útiles de la escuela que quedaron regados por la pendiente.

            Tienes una novia, eh. Espero que ya tengas también los huevos para defenderla.

            ¿Señor?

            Señor mi huevos. Te callas.

            Mi padre bajó la pendiente de la ribera en dos pasos y estuvo delante de mí en un segundo. A pesar del terror que me infundía cuando estaba enojado, no di un paso atrás. Todo lo que era capaz de ver era su silueta negra a causa del sol que restallaba entre las filas de ocotes como una multitud de meteoritos haciendo explosión. Mi padre estaba tan cerca que pude sentir su aliento. Pisé en falso y debí agarrarme de la solapa de su overol para no volver a irme de bruces. Entonces fue que sentí un manotazo en la cara que me dejó cimbrando el tímpano. Cuando pude meter el brazo para protegerme, mi padre ya me estaba soltando otro golpe en la cabeza y, enseguida, uno más en la cara, tan recio y tan contundente que me hizo caer de nalgas como un peso muerto.

            No vuelvas a molestar a la muchacha, dijo mi padre y escupió al piso. Si me entero de que la estás chingando, te mato. Te juro que te mato. ¿Entendido?

            Me palpé la cara. Sentí que me ardía como un ascua no sólo a causa del dolor, sino por la humillación y el coraje. Levanté la barbilla y el sol me encandiló. No pude verlo. Era injusto. Quise poder mirar a mi padre de frente y decirle lo injusto que estaba siendo.

            Hice una visera con la mano pero, cuando conseguí enfocarlo, mi padre ya había retomado el sendero que conducía cañada arriba para desaparecer a grandes trancos entre los árboles.

            Me quedé sentado sobre la tierra húmeda, llorando de rabia e indignación. No supe en qué momento me quedé dormido.

            Eran más de las ocho de la noche cuando desperté. Estaba aterido por el frío, los pantalones orinados.

 

 

 

La gran carrera entre Satanás y Lucero tuvo lugar un Sábado de Gloria en las cercanías de Jerez. Las carreras clandestinas de cuarto de milla y parejeras más grandes de Zacatecas se realizaban sobre todo durante la Semana Santa. Pero donde más dinero se jugaba era justo durante el Sábado de Gloria, cuando miles de migrantes volvían de los Estados Unidos por unos días y derrochaban los dólares ganados en los campos de tomate y algodón. 

            Aquella vez no cabía un aguja entre la muchedumbre que llegó para agolparse alrededor de los paddocks donde correrían los dos campeones invictos. Los organizadores debieron levantar una malla de alambre ciclónico para que los espectadores no invadieran la pista ni fueran a ser arrollados por los caballos. Se dijo que el dinero de la apuesta entre el gobernador, dueño de Lucero, y el capo al que le pertenecía Satanás, llegó a medirse en millones, pero de eso no puedo asegurar nada.

            Quinientas varas. El primer error de los entrenadores de Satanás fue pactar la carrera a quinientas varas y no a trescientas ni a doscientas cincuenta como era su costumbre. Se sabía que Lucero arrancaba muy floja pero que, después de las primeras ciento cincuenta varas, nadie podía verle sino el polvo. Aunque enfrentando a un gran campeón como Satanás la cosa era bastante menos simple que tener un buen cierre en las medias distancias o en el fondo. No se tenía noticia de ningún caballo que hubiera podido vencer a Satanás tampoco en las quinientas. Fue mucha la presión de los apostadores externos. La bolsa se acumuló hasta llegar a una cifra obscena. Nadie quería invertir su dinero en un espectáculo que durara apenas quince segundos. La opción de alargar la pista hasta las quinientas varas fue, por así decirlo, inevitable.

            Me acuerdo muy bien del callejón inmenso que ese día se prolongaba desde los arrancaderos hasta la meta. Jamás vi algo así. Era un túnel de gente apelotonada con uñas y dientes en torno a la malla. No había un centímetro libre a lo largo de los más de cuatrocientos metros de pista. Fui a colarme a la primera línea, a centímetros de donde pasarían los caballos, bien afianzado de la malla ciclónica. El polvo de la pista se me metía entre los dientes durante las muchas carreras preliminares y podía inclusive sentir la estela de calor que dejaban los animales al pasar. El sol escocía como un hierro y hacía que a los espectadores de primera línea las sombras se nos escurrieran a lo largo de la tierra roja como si lo que chorreara por los poros fueran nuestras propias almas.

            Una calima de aire caliente en el horizonte reverberaba semejando la llegada de una caballería de fantasmas en la lejanía. Perdí mi sombrero entre la multitud y debí hacerme una visera con la mano para mirar de frente. No quería, por ninguna razón, perderme la carrera estelar. Aunque la generalidad de las preliminares no me importaba ni la décima parte, no tomé agua en toda la mañana para evitar ir a orinar y arriesgarme con ello a perder mi sitio en la malla. Mi padre, mientras tanto, bebía cerveza a la sombra de una teinada que sus amigos y él levantaron con una lona sujeta por mecates entre las redilas de sus camionetas. El bochorno hacía que los lentes se me empañaran y a ratos no lograba ver nada. Por ahí de la sexta o séptima carrera me sangró la nariz. Un ranchero junto a mí me dio un trapo remojado en agua. Dijo que no fuera bárbaro. Que me guardara en la sombra. No señor. Nada haría que me perdiera el duelo entre Satanás y Lucero.

            Llevaban dos horas de retraso. Al término de la última de las carreras preliminares, los entrenadores finalmente condujeron a los dos campeones hasta los arrancaderos. Una nube de tierra se alzó en la llanura por el revuelo. Se escuchó un murmullo como de insectos. Hubo aplausos, gritos y silbidos. Tiraron cohetones y los animales se crisparon. Un paisano borracho trató de aprovechar el alboroto para adueñarse de mi sitio, pero lo pateé en la espinilla hasta que me dejó en paz. Me trepé metro y medio sobre la malla y, entonces sí, conseguí otear al final de la línea la inconfundible barra albina de Lucero sobresaliendo en su testuz mulato. Corcoveaba inquieta detrás un telón de polvo. Satanás, que era isabelo como el café con leche, se fundía con el color polvoso del horizonte. Pero sus crines negras resaltaban como el penacho de un egregio soldado romano cuando cabeceaba. Piafaba de ansiedad y eso a Lucero la inquietaba demasiado. Nunca habían estado tan cerca. Los entrenadores y los dos jockeys batallaron para mantenerlos serenos. En un punto, Satanás, demasiado agitado por el gentío, se encabritó y derribó a su jockey para enseguida propinarle una dentellada a Lucero en la cara. Le arrancó la muserola y la carrillera y la hizo sangrar y pegar de coces. El equipo de cuidadores de la yegua se le fue encima al otro jockey y se armó la bronca. Hubo jaloneo y puños entre los dos equipos. Volaron sombreros. Más de un hombre fue a dar al suelo entre la gresca antes de que aparecieran las pistolas en ambos lados. 

            Cuando se atemperaron los ánimos, debieron devolver sin remedio los caballos a las caballerizas. La gente de a pie se alzaba de puntas y se echaba hacia atrás el ala de sus sombreros para ver qué ocurría en los paddocks. Se habló de cancelar la carrera. Hubo protestas airadas, insultos y chiflidos. Llovieron piedras y botellas sobre los arrancaderos vacíos. Alrededor de la malla, cerca de mí, empezó una bronca entre dos apostadores.

            Mi padre vino a buscarme alarmado. Gritó mi nombre entre la gente hasta que dio conmigo y repartió empujones para que no se me acercaran. Insistió en que me alejara de la pista y que volviera al campamento con los otros hombres. Estaba borracho. Me negué.

            Debieron pasar otros cuarenta y cinco minutos para que se reanudara la carrera. Satanás estaba menos inquieto cuando reapareció de entre las caballerizas. Le habían apersogado el hocico con una correa por encima de la muserola, por lo que bufaba y corcoveaba mucho, como espantándose las moscas. Estaba muy crecido en comparación con Lucero. Ella se mostraba apocada, aún con la herida abierta. Me di cuenta de que Lucero caminaba ligeramente de costado, evitando a Satanás. Tal como no debía hacer si pretendía ganar cualquier carrera contra cualquier caballo. Los entrenadores de Lucero le hablaban al oído y no paraban de almohazarla entre varios para infundirle aplomo.

            Las dos primeras salidas fueron en falso.

            Una, porque la puerta mecánica de Satanás se atascó. Aunque la de Lucero se abrió a tiempo, ella ni siquiera reaccionó al disparo. Se quedó entablada frente a los esfuerzos de su jockey por aguijarla con la vara de membrillo. Los que lo vimos nos quedamos atónitos. Satanás bregando por escapar como un demonio de su cabina entrampada y Lucero quieta, sin mover un pelo. Se alzó el bisbiseo entre el público.

            La segunda salida en falso ocurrió porque un perro entró a la pista. Se coló por debajo de los paddocks y corrió asustado hasta la meta. Un vaquero lo aterrizó de un puntapié en las costillas. El perro soltó un lamento y fue a esconderse bajo el graderío con la cola entre las patas. Hubo risas y aplausos.

            Cuando se oyó la señal definitiva y Satanás y Lucero salieron como bólidos al abrirse las compuertas, el jockey del primero ni siquiera necesitó apretarlo. El purasangre se disparó hacia el horizonte prometido como un misil, centro de gravedad bajo, más como un tigre deslavado a punto de atacar a su presa que como un caballo. Lucero arrancó más lenta que de costumbre, erguida y digna aunque con la zancada amplia de siempre. El jockey la cosió con la vara de membrillo en ambos lados de la grupa para exigirle el máximo, y cuando cruzaron las primeras ciento cincuenta varas, Lucero ya le estaba pisando los cuartos traseros a Satanás. En cuanto alcanzaron las trescientas lo tuvo en la mira por un cuerpo. La gente, entonces sí, se volvió loca.

            El jockey de Satanás comenzó a sentir la presión y vació el fuete con saña contra su caballo. Lo que podía verse desde mi sitio eran las caudas polvosas de dos meteoritos abriéndose camino a ras de la superficie en nuestra dirección, como dos guadañas que abrieran una herida irreparable en la piel de la tierra. Detrás de ellos, entre la polvareda densa como dos árboles de humo, se iba cerrando un túnel de gente con la garganta deshecha por los gritos.

            No podría decir, desde mi lugar casi al final de las quinientas varas, quién llevaba la delantera. Pero estoy seguro de recordar que Lucero, al momento de acercarse a mi posición, adelantaba por lo menos una cabeza a su rival. Ambos jockeys escupían maldiciones y sorrajaban con tanto ímpetu las ancas de sus animales para demandarles un esfuerzo extraordinario, que aquello sólo podía terminar con uno de los dos reventado. Me lancé sobre la valla metálica cuando Lucero estuvo a unos metros y todo lo que pude ver delante de mí fue una avalancha marrón y todo lo que pude sentir fue un violento latigazo en la cara y en la piel de los brazos como si acabara de estallar una granada delante de mí. Las esquirlas del suelo que Lucero levantó con los cascos me llovieron en los brazos, en las piernas y en el rostro y quedé ciego. 

            Hubo un momento de confusión y marasmo. Oí cómo la gente a mi alrededor lanzaba alaridos. Cuando recuperé la visión noté que, unos metros adelante, en la meta, se armaba un alboroto.

            Lucero se había volcado contra la malla ciclónica a pocos metros delante de mí, y el jockey dio trompos debajo de ella. Alguna gente entre los espectadores fue aplastada por la malla. El jockey quedó hecho pedazos. Los brazos vencidos como una marioneta y una de las piernas rota en una posición improbable. Parte del cráneo escalpado, como si nunca hubiera tenido rostro.

            Lucero trató de incorporarse un par de ocasiones igual que si intentara boquear en el agua. Arrastró a su jinete por la pierna atorada en el estribo como un bulto hasta atravesar la meta. A causa del obstáculo que representaba la malla metálica, los hombres de su equipo no consiguieron saltarse a tiempo para socorrer al jockey. Debieron dar un rodeo angustioso. Cuando llegaron a cortar los arreos de la silla con una navaja, el cuerpo del hombre ya no tenía vida.

            Desde la meta, Satanás y su jockey los contemplaban inmóviles. La gente que apostó por Satanás se abstuvo de lanzar las campanas al vuelo. Hubo silencio. Varios voluntarios fueron sacando a la gente de debajo de la malla ciclónica en la zona donde Lucero se despeñó. Algunos de los cuerpos estaban yertos.

            Sentí el impulso de ir a tocar a Lucero, pero me detuve cuando escuché el primer pistoletazo. Fue el disparo de una escuadra que en la inmensidad del desierto conjuró el silencio hasta el momento en que sus últimos ecos lograron disiparse. Alguien cercano al equipo de Lucero le plantó un tiro en el testuz. El animal calló fulminado ante la incredulidad de la gente. El segundo disparo fue para el jockey. No había necesidad. Hace rato que estaba muerto. Lo vi todo a cincuenta metros de distancia. Cuando aquel hombre disparó contra el jinete, fue que la gente se disgregó en todas las direcciones. Una marejada de personas comenzó a correr sin concierto, chocando y atropellándose unos a otros como insectos brotando de una fruta podrida.

            Escuché la voz desgañitada de mi padre corriendo hacia mí y abriéndose paso entre la aglomeración. Se vino una serie de disparos desde lugares indeterminados. Primero de dos en dos, como petardos, que se fueron tornando racimos, tableteos seriados de ambos lados de la pista. Mi padre me gritaba con todas sus fuerzas pero, por algún motivo, yo no pude reaccionar. Me quedé prendado de la reja metálica sin lograr mover un dedo cuando ya todos se habían ido. Sentí cómo mi padre me arrastraba para sacarme del fuego cruzado, entre una lluvia de balas, y la camisa se me rompió en el jaloneo.

            Lo último que recuerdo antes de que mi padre me pusiera a resguardo detrás de uno de los cámpers, fue la imagen de la cabeza sin vida de Satanás latigueando contra la tierra. El resto es caos y confusión.

            Luego de ese episodio, mi padre y yo no volvimos a asistir juntos a ninguna otra carrera.   

 

 

 

Días después noté por qué Rosalinda piafaba como si pisara sobre lumbre todo el tiempo. Tenía los cascos resecos, muy agrietados en la barra. Si eres un caballo, ésa es una de las cosas que más deben doler en el mundo. Su anterior dueño no se tomó la molestia de herrarla en mucho tiempo. 

            La instalamos en el patio trasero. Las familias vecinas se quejaron con buena razón. Lo más que llegaban a criar eran gallinas, algunos guajolotes y, a lo mucho, cerdos. Cuando estuve seguro de que nadie me veía, fui a llevarle a Rosalinda unas manzanas que robé de la tienda. Aproveché para examinarle la dentadura y descubrí unos dientes renegridos y triangulares de tan desgastados. Las teclas de un piano después de tocar en él con un martillo. Debía tener cuatro veces mi edad. Quise sentir lástima por aquel animal desdichado. De veras que me esforcé, y ella vaya que se esmeraba con esa mirada bruta de sus ojos llorosos y llenos de lagañas. Pero sólo alcancé a sentir asco. Ganas de azotarla.

            La siguiente noche, cuando todos dormían, volví al patio. Me cercioré que nadie pasara a esa hora por el callejón trasero y que las luces de los vecinos estuvieran apagadas. Rosalinda se despertó. Agitó las crines creyendo que le llevaba comida de nuevo. Lo que recibió de mí fue algo muy diferente. Había trenzado un cable eléctrico en forma de ristre de un metro cincuenta. El primer azote se lo propiné en la grupa. Rosalinda meneó el rabo como si quisiera sacudirse un insecto. El segundo fue mucho más contundente. El sonido del latigazo se oyó recio y claro. Rosalinda bajó la cabeza confundida, reculó hasta la barda del patio sin saber qué había hecho mal. La alcancé enseguida para meterle un tercer fuetazo en el cuello. Ése sí que debió dolerle porque emitió un relincho. Animal imbécil. Para el resto de los golpes ya ni siquiera protestó. Tomaba impulso con el brazo muy atrás, como un lanzador de beisbol, y le soltaba un fuetazo inclemente tras otro. Todo lo que se veía con la escasa luz de la luna eran las briznas de pelos pardos flotando en el aire. Los ojos se le volvieron líquidos. Rosalinda se mantuvo con el testuz bajo, sumisa. Animal estúpido, por qué no reaccionaba. Las patas le temblaban de terror, pero aceptaba hasta el final el horrendo castigo que yo le regalaba a cuenta de nada. La azoté tantas veces en la cara y en el vientre que no se distinguía ya el color de su capa clara. La azoté incluso en las zonas más delicadas detrás del maslo, y en la barriga.

            Me detuve mucho tiempo después, cuando los brazos no me respondieron más por el cansancio.

            Rosalinda no duró mucho. Estaba enferma. Vino el único veterinario del pueblo a revisarla durante la semana. Nadie supo quién fue capaz de ensañarse contra un pobre animal viejo. Fue un escándalo entre los vecinos. Mi padre se encrespó cuando la vio por la mañana, herida y toda maltrecha. Se lo tomó personal. Lo atribuyó a la venganza de un acreedor a quien debía un dinero de una apuesta. El veterinario quedó muy consternado por las heridas del cable sobre la piel de la yegua, pero dijo que eso era lo de menos. Parece que su anterior dueño le había dado una peor vida. Rosalinda padecía artritis y un doloroso lipoma en el estómago desde hacía mucho. Debieron sacrificarla.

            Uno más de mis sueños recurrentes cuando era niño tenía que ver con lo siguiente. Mi padre y yo teníamos un juego. No sé de dónde obtuvo unos zancos de madera. Siempre volvía a la casa trayendo las cosas más estrambóticas, pero casi puedo asegurar que los ganó en una apuesta. Eran unos de esos zancos de cirquero en los que se meten los pies como en bridas y te alzan más de un metro sobre el piso. Teníamos dos pares. Los míos eran más altos que los suyos. Mi padre siempre quería jugar conmigo, aunque regresara molido del trabajo. Salíamos al patio, cada uno se ponía su par de zancos como si cabalgáramos sobre caballos de verdad y, entonces sí, lo que seguía era de lo más loco. Con unas espadas de madera que yo construí jugábamos duelos a muerte. Nos arrancábamos a grandes trancos uno contra el otro y de las espadas de palo salían volando astillas por el aire de tan duro que les pegábamos. Perdía el que se cayera de los zancos. Las espadas terminaban rotas y nosotros muertos de risa en el piso, el pelo y la ropa llenos de astillas de madera. Mi padre y yo nos reíamos tanto y con tantas ganas que por la noche me dolían la cara y el abdomen. Y si por casualidad nuestras miradas volvían a encontrarse durante la cena, la leche me salía a chorros por la nariz cuando las carcajadas explotaban de nuevo. En esas ocasiones mi madre salía molesta al patio. Son unos bárbaros, decía. Bájense de esas cosas, se van a romper un brazo. Nosotros la ignorábamos y seguíamos jugando.

            Cuando intentamos jugar en La Soledad con unos nuevos zancos que construí de tablones en el taller de la escuela, Carolina fue la primera en pedir batirse a duelo. Resultó ser mejor que nosotros. Jamás se caía.

            Pero en mi sueño, mi padre y yo no teníamos zancos. Sino que nuestras piernas eran así de largas, como si nos hubieran crecido dos extensiones de carne y hueso. Dos gigantes en una llanura extensa. Nuestras espadas no eran de palo, sino de verdad. En el sueño mi padre y yo luchábamos pero ya no era divertido. El sueño terminaba casi siempre cuando yo le cortaba un brazo o la cabeza a mi padre y despertaba llorando.

 

 

 

Carolina no sabía cocinar. Y de todos modos, salvo los domingos, ella comía por lo regular en la tienda de abarrotes de sus padres. Así que, saliendo de la escuela, debía pasarme por el comedor comunal donde los mineros sin familia estaban abonados. De allí a la oficina de pueble para averiguar a qué rebaje habían asignado a mi padre. A veces comíamos juntos.

            Ese día salí tarde de la escuela. Llegué a las minas casi a la hora de la pegada vespertina. Las detonaciones son algo serio. Hay tres horarios inamovibles para las pegadas. Lo que se acostumbra por seguridad en cualquier mina es anunciar los horarios de las explosiones en pizarras públicas. Así todo mundo sabe cuándo se acerca la hora y cuándo, en el peor de los casos, hay que salir hecho la raya.

            Desde que Barbosa murió en la mina de Fresnillo, no hubo quien le hiciera segunda a mi padre en la cuadrilla por mucho tiempo. Los chalanes no le duraban. O bien no podían seguirle el paso, o se ensarzaban a golpes por cualquier motivo. Esa vez, por ejemplo, lo dejaron solo luego de amenazar a su compañero de cuadrilla por un barreno mal puesto en la máquina. Me observó llegar por el estrecho rebaje de la mina cargando el itacate. Estaba serio. Golpeó varias veces la carátula de su reloj con la punta del índice, como si lo que quisiera fuera romperlo y no darme constancia de que la hora de la pegada estaba cerca. Tenía los gogles protectores empañados. Iba empapado de sudor y el agua y el aceite que escupía la máquina barrenadora. Debí embozarme la cara para no respirar los gases acumulados en aquel agujero. Era lo más hondo de un frentede roca recién abierto. Una madriguera.

            En un ratito esto se va a llenar de mierda, dijo mi padre cuando apagó el motor de la máquina. Hasta aquí llegamos hoy.

            Podemos comer afuera, dije.

            Mi padre se secó el sudor de la cara. Sostuvo los más de treinta kilos de la máquina de barrenar y la apoyó sobre la pierna hidráulica encallada en el suelo. Tuvo cuidado de no apalancar el barreno en la piedra que había horadado para evitar quebrarlo. Era metódico en su trabajo. Sabía tratar la maquinaria. Ya no hay mineros así. Se quitó al fin las orejeras. No me escuchó.

            Esto va a volar en cachitos, dijo.

            Coloqué el itacate sobre un descanso de roca libre de goteras mientras mi padre desatornillaba la máquina. Desconectó la válvula trifásica de agua, aceite y aire comprimido. Acomodó la broca de casi dos metros en el piso. Estaba caliente y humeaba. Pese a sus esmeros, se había doblado. Del tarango fue a traer una de las nuevas para más tarde. La alzó como si no pesara y estudió la punta de la aleación igual que un material traslúcido.

            Estas nuevas anclas son una mierda, dijo.

            Encendió un cigarro mientras ordenaba sus arreos.

            Nos alistábamos para salir cuando escuchamos un vehículo haciendo retumbar el suelo. Por un fenómeno de resonancia del laberinto de galerías y socavones, era posible oírlo como si estuviera delante de nosotros. Podría estar a cien metros sobre nuestras cabezas. Nunca se sabía. Nos quedamos inmóviles. Un haz de luz iluminó las paredes del túnel que intercomunicaba nuestro rebaje. El vehículo se detuvo cuando le fue imposible avanzar más y de él bajó un hombre. Vimos su silueta hasta que estuvo más cerca. Era John Beck, el amigo de Carolina. John Beck caminó los treinta metros que mediaban entre su Toyota y nosotros.

            Buenas tardes, dijo el ingeniero Beck.

            Buenas, dijo mi padre.

            Miré los brazos de John Beck, blancos, largos y lampiños, muy parecidos a los míos. Llevaba las mangas del uniforme enrolladas hasta los bíceps y era posible verle los tatuajes. Eran los brazos de un muchacho.

            ¿Terminó su turno?, quiso saber John Beck mientras inspeccionaba con la linterna de casco la calidad de los barrenos recién hechos en el frente detrás de nosotros. Súbanse al coche. Va a ser hora de la pegada.

            Las zonas del cielo en que se posaba el haz de su linterna titilaban por efecto de la pirita. Oro de los tontos.

            Esas anclas nuevas de seis pies que nos mandaron del almacén son una porquería, dijo mi padre señalando un manojo de varas de metal torcidas como alambres.

            Las anclas son buenas, dijo el ingeniero Beck. Hay que cuidar el material, eso es todo. ¿Sabe en cuánto nos sale cada una?

            Mi padre terminó el cigarro que había estado fumando, tiró la colilla en un charco de agua trasminada y la pisó como si quisiera hacerle un hoyo al suelo.

            Yo te conozco, le dijo mi padre al ingeniero Beck.

            No parecía su superior. Tampoco se dirigía a él como tal. Debían mediar unos diez años de diferencia. La extraña e intransmisible manera en que el ingeniero Beck pretendía validar su jerarquía sobre mi padre me hizo sentir muy incómodo. Eran dos hombres adultos.

            ¿Todo bien, Ezequiel?, quiso saber mi padre.

            ¿Señor?

            ¿Quieres que nos vayamos?

            Es un trabajo muy deficiente, dijo John Beck alumbrando la roca perforada. Hay que poner todas esas anclas de nuevo, coser bien esta falla.

            Mi padre achicó los ojos.

            Ya sé de dónde te conozco, muchacho. Eres el amigo de Carolina.

            John Beck permaneció callado. Se limpió la nariz. Sudaba. Me miró a mí, como si fuera a acusarlo de algo terrible de lo que sólo él y yo tuviéramos conocimiento. Luego volvió a mirar a mi padre.

            El niño no puede estar aquí, dijo. Son las reglas.

            Sí, tú eres el amigo de Carolina. Te he visto por ahí.

            A diferencia de mi padre, el ingeniero Beck traía botas impermeables. Eran nuevas. Sus arreos, el uniforme, el casco de baquelita con insignias, todo en él era nuevo e impecable. El agua del subsuelo formó una anegación que nos mojaba los tobillos, pero él tenía los pies secos. La gente de servicios vendría a desazolvar tarde o temprano.

            ¿Cómo te llamas, muchacho?, quiso saber mi padre.

            John Beck. Soy el nuevo jefe de mina.

            ¿Sabes dónde está Carolina, John Beck?

            John Beck volvió a mirarme.

            Me imagino que en la tienda, o en su casa. Si no lo sabe usted…

            Bien. La casa es buen lugar para ella. En la tienda hay muchos zopilotes.

            Mi padre sacó una cajetilla de cigarros aplastada del bolsillo de la camisola. Sus manos temblaban. Llevaba la mañana entera sin tomar un trago. Luego de varios intentos consiguió prender un cigarro. Le acercó la cajetilla al ingeniero Beck y él le aceptó uno. Lo encendió con el fuego de mi padre. Sus cabezas casi se tocan.

            ¿Es tu coche?, mi padre señaló el Toyota blanco cuyos faros se alcanzaban a distinguir en la boca del rebaje.

            De la gerencia, dijo John Beck. Los acaban de comprar. Doble tracción. Muy aguantadores.

            Bonito.

            El ingeniero Beck se concentró en la inspección del cielo de roca orlado por una veta de minerales zarcos. Esa mañana, otro jefe de mina marcó el contorno de la veta. Dos líneas de espray rojo muy visibles demarcaban a lo largo la gruesa franja de azufre, plata y oro.

            Es un trabajo malhecho, insistió el ingeniero Beck. Va a tener que volver a anclar todo eso.

            Mi padre, que fumaba recargado en la pierna hidráulica de la máquina de barreno, dio unos pasos al fondo de la madriguera. Se acomodó en la parte más baja, donde el cielo de piedra le rozaba el casco, se abrió el cierre del overol de espaldas a nosotros y orinó.

            El ingeniero Beck y yo nos quedamos solos.

            Observé el Toyota.

            No está mal, dijo. Pero preferiría un Jeep. Los coches americanos son los mejores. Ése está bueno para el exterior, pero no para las minas.

            John Beck soltó el humo del cigarro por la nariz y me guiñó un ojo. Me examinó de frente y después miró en la dirección que apuntaba mi lámpara.

            Te pareces mucho a Carolina, dijo.

            ¿Señor?

            Los mismos ojos.

            Sentí que se me subía la sangre a la cara.

            No, no…, dije. Mi madre vive en Fresnillo.

            Estábamos muy cerca el uno del otro por lo estrecho de las paredes del rebaje. John Beck iba recién rasurado. Me llegaba el olor fresco de su colonia.

            La verdad es que afuera todo es mejor, dijo John Beck. Esto es un infiernito.

            A mí me gusta, dije.

            ¿Cuántos años tienes?

            Catorce, mentí.

            No has visto nada, dijo él. Te hace falta viajar.

            He visto cosas.

            ¿Conoces El Paso?

            Sí, mentí de nuevo.

            ¿Has estado en San Diego?

            Dos veces.

            John Beck se rió con ganas y volvió a fumar.

            Yo viví en San Diego, dijo. Esto, en cambio, es un pueblo jodido.

            A mí me gusta.

            ¿Te gustó el guante?

            No respondí.

            ¿No juegas beisbol?

            Continué callado.

            Catorce años y no te gusta el beis.

            Me gustan los caballos.

            Bah, eso no es un deporte.

            Es mejor que un deporte.

            Yo era shortstop en mi preparatoria de San Diego, dijo. Me probaron para los Padres, pero tuve que regresar cuando se murió mi viejo. Era uno de los gerentes de la compañía y mi familia quiso que volviera para heredar su plaza.

            ¿Qué es un chorestop?

            John Beck no respondió.

            En San Diego todo era diferente, dijo. Si los gringos fueran dueños de esta empresa todo estaría mejor. Entonces sí, la gente estaría obligada a poner una pinche ancla como se debe. Las cosas irían mejor si este país fuera invadido por los gringos.

            Eso no lo creo, señor, dije.

            ¿Perdón?

            Que eso que usted dice es mentira, me lo ha dicho mi padre.

            Qué va a saber él, dijo John Beck entornando los ojos por el humo. Jamás ha salido de este pueblo. No sabe ni leer.

            Eso también es mentira, dije.

            John Beck hizo una pausa para dar otra fumada al cigarro.

            ¿Ya te contó que lo van a correr?

            Sí, mentí por tercera vez. Hace mucho que me lo dijo.

            Descubrieron quién se robó el dinero de la tienda de raya, dijo. Parece que ahora sí se pasó. Va a tener mucha suerte si la cosa no llega a la policía estatal.

            Quise preguntarle entonces si era también verdad lo que dijo mi padre. Si era verdad que él era amigo de Carolina de la misma forma en que el ingeniero Ortega era amigo de mi madre. Pero no tuve el valor para hacerlo.

            John Beck volvió a fumar en silencio.

            El rebaje donde nos hallábamos era nuevo y lo cruzaba una falla muy frágil que no habían cosido del todo. Desprendía sin aviso piedras del tamaño de un garbanzo y todo el rato caía una cortina fina como una llovizna. Los gases formaban una niebla perenne. El único sonido allá abajo era el siseo de las mangas de ventilación, que no se daban abasto. La temperatura debía andar por los cuarenta grados sin contar la humedad.

            Cuando volvió de orinar, mi padre estaba empapado en sudor. Se llevó la mano a la ingle por encima del overol para reacomodarse los calzones húmedos. A menos de un metro de él, se desplomó una roca pesada como un televisor antiguo. El rugido que provocó se expandió a lo largo de las paredes de todos los túneles. La roca hizo chapotear el agua estancada en el centro del rebaje. Los tres quedamos embarrados. Luego, el silencio. Mi padre se rio con ganas.

            ¿Lo ve?, dijo John Beck sacudiéndose el lodo del overol nuevo. Va a tener que repetir el anclaje antes de marcar la plantilla para este frente.

            Hazle como quieras, muchacho, dijo mi padre mordiendo el cigarro sin dejar de reír. Mi turno se acabó.

            Con este anclaje se nos va a caer el cielo aquí mismo, dijo John Beck.

            Te digo que ya terminé, mi padre miró su reloj. Es hora de la pegada. Lo único que hay que hacer es largarnos pronto.

            Tendrá que trabajar un turno extra, dijo.

            Turno extra, turno extra… Esas pinches anclas no sirven para un carajo.

            Las anclas son buenas. Trajeron el lote de un proveedor de los Estados Unidos. Hay que saber hacer bien una perforación. Eso es todo.

            Anclas de mierda.

            ¿Está borracho?, me dijo John Beck.

            No obtuvo contestación.

            Voy a reportar este rebaje a la gerencia de seguridad.

            Mi padre volvió a golpear su reloj con el dedo. Recogió sus fornituras y me tomó de la mano para salir aprisa hacia el túnel principal.

            Usted no va a ninguna parte, dijo John Beck.

            ¿Ah, no? Cinco minutos y esto va a volar de todas formas.

            Mi padre me llevó hasta la Toyota que descansaba con los faros prendidos en la boca del túnel y me ordenó que subiera al asiento trasero. No existía forma de salir a la superficie antes de la explosión si no era en coche. Sin embargo, el ingeniero Beck se mantuvo firme en su sitio. La luz circular del vehículo lo iluminaba como a un actor solitario en escena.

            Cuatro minutos, gritó mi padre montándose al coche. ¿Vienes o te quedas, muchacho?

            Pero John Beck no movió un dedo. Seguía examinando lo que, a decir de él, era el pésimo trabajo de un mal perforista.

            No pasó demasiado para que mi padre, furioso, saltara del Toyota y fuera por él. 

            Cuando estuvieron frente a frente, me di cuenta de que el joven ingeniero era casi tan alto como mi padre. Puede que hasta fuera verdad aquello de fue beisbolista en los Estados Unidos. Los observé atento desde el coche. Mi padre se paró con autoridad delante de él, tiró el cigarro en un charco y recogió la barra metálica de la máquina barrenadora. Puso la punta afilada muy cerca de la garganta de John Beck, como una lanza.

            ¿Qué dices que estudiaste, muchacho?, dijo mi padre.

            ¿Perdón?

            ¿No hablas español?

            Tengo una maestría en mecánica de suelos.

            ¡Mecánica de suelos!

            Mi padre estaba de pronto excitado. Volteó en mi dirección para hacerme su cómplice, pero la luz de los faros del Toyota dándole de pleno le impedía verme. Yo, en cambio, los distinguía a los dos con claridad.

            ¿Y con tu maestría en mecánica de suelos vas a enseñarme cómo cargar una máquina de ese tamaño para hacer cuarenta agujeros de metro y medio de hondo al día en aquella piedra dura sin partirte el espinazo?

            Hay procedimientos, dijo John Beck con serenidad.

            Y me imagino que esos procedimientos para cargar fierros que pesan lo que pesa una persona durante doce horas al día te los enseñan en las maestrías de mecánica de suelos.

            No, pero…

            Entonces qué es lo que te pasa, dijo mi padre hundiendo la punta de la barra en la garganta de John Beck. Qué chingados es lo que te pasa, muchacho.

            Los cuerpos de los dos hombres se tocaron. Podía ver sus sombras chorreando en la pared como la silueta de un solo árbol calcificado. Mi padre mantenía una sonrisa tirante y apretaba las muelas cuando hablaba. Pero John Beck estaba quieto, podría decirse que hasta relajado. Y eso a mi padre sólo conseguía exasperarlo más. Acostumbraba causar reacciones en los hombres cuando los confrontaba, reacciones todas adversas. Pero se extraviaba como un buque sin timón las pocas oportunidades en que sus provocaciones chocaban con el humo. 

            John Beck y mi padre se miraron durante unos segundos sin decir nada. Mi padre parecía esperar algo que no llegaba. Alguna señal, una reacción, algún movimiento en falso, un golpe, un insulto. Nada.

            No sé qué hacer contigo, muchacho.

            No hay nada qué hacer, Ezequiel, dijo John Beck. Así son las cosas.

            Su voz salió firme y clara a pesar de que la punta de la barra le oprimía la laringe. John Beck no dio un paso atrás.

            No, en serio, dijo mi padre. ¿Qué carajo es lo que te pasa? ¿Estás enamorado? Eso es lo que te pasa, ¿verdad? Pendejo.

            No, Ezequiel, dijo John Beck. Se equivoca.

            Sé hombre, John. ¿Vas a negar tus actos?

            No estoy negando nada.

            Hay actos y hay castigos, dijo mi padre. Es sencillo. Y tú tienes merecido un castigo por tus actos.

            En la naturaleza no hay recompensas ni castigos, dijo John Beck. Únicamente consecuencias.

            Se observaron sin decir palabra. La mano deforme y gigantesca de mi padre oprimiendo la barra de metal contra la garganta de John Beck.

            Calculé que faltaba un minuto antes de la detonación. Le grité a mi padre desde el coche, pero estaba tan enajenado que no pudo oírme. Hice sonar el claxon del Toyota. Lo hice sonar tan fuerte y tan alto que el pitido magnificado por las campanas de los túneles me lastimó los tímpanos.

            Los dos mineros voltearon a un tiempo. 

            Quedaron deslumbrados por la potente luz de halógeno.

 

 

 

De Carolina y de John Beck no volvimos a saber nada después de aquel episodio. Mi padre murió doce años más tarde en una mina de oro en Natividad de Ixtlán a donde lo transfirieron como último castigo. No quedaron muy claras las circunstancias de su muerte. Viajé un día entero por carretera desde Zacatecas cuando me llamó el gerente de su región para darme la noticia. Me contó que mi padre nada más dejó de respirar. Eso fue todo. Su compañero de cuadrilla lo halló tendido apaciblemente en la roca húmeda de su rebaje, como si durmiera.

            La muerte dulce.

            El único recuerdo que me venía a la cabeza durante su velorio, era el de la noche en que abandonamos a mi madre. Mi padre manejaba mirando fijamente la carretera en penumbras por la que nos dirigíamos a quién sabe dónde. Fue por su manera obsecuente de actuar y de dirigirse a mí conforme se iba apaciguando después de la pelea con el ingeniero Ortega, que supe que su arranque de furia no tenía que ver conmigo.

            Él, como yo, no tuvo tiempo de cambiarse de ropa. La mugre del diesel en su cara contrastaba con el blanco cristalino de sus ojos. Los siete únicos dedos de sus manos de tubérculo tenían las uñas renegridas, los puños aferrados al volante como si de él dependiera la estabilidad del horizonte fantasmal del semidesierto en el que nos adentrábamos a toda prisa y sin destino. Llevaba aún la camisola tiznada que utilizaba para trabajar, sus pantalones de lona con franjas fluorescentes brillando como tétricas dentaduras en medio de la noche. Noté que le lastimaba el pie malo cuando debía pisar el embrague de la Cheyenne al cambiar de velocidades. El traqueteo de la camioneta me arrullaba, pero no quería quedarme dormido sin antes saber a dónde nos dirigíamos. Me tallé los ojos. Veía mal sin mis lentes.

            Esa noche sentí pena por mi padre.

            No te preocupes, Ezequiel, me dijo después de un rato.

            Yo iba casi dormido en el asiento del copiloto.

            Te voy a comprar ropa nueva, dijo y escupió por la ventanilla. Y otros lentes.

            A mí me gustaban los míos, dije.

            Vamos a tener que ser muy valientes.

            Mis lentes eran buenos, dije pasando saliva. Los tenía desde hace casi un año.

            Somos valientes, dijo sonriendo por primera vez en la noche. ¿O no, Ezequiel?

            Mi padre me llamaba por mi nombre, que era también el suyo, únicamente cuando pretendía comunicarme algo grave o importante. Tengo la creencia de que empleaba mi nombre cuando lo que en realidad quería era dirigirse a sí mismo, enunciar en voz alta un soliloquio del que él era portavoz y destinatario, yo nada más un testigo.

            Nunca confíes en las mujeres, Ezequiel. Jamás confíes en ellas.

            Hubo un silencio en la cabina. La radio de la Cheyenne no funcionaba. Jamás había funcionado.

            ¿Entiendes lo que te digo?

            ¿La verdad?

            Me había mordisqueado los labios por dentro y me sangraban. Miré por la ventanilla. Una boca inmensa devoraba el mundo más allá de la extensión delimitada por las franjas luminosas de la carretera y los apriscos, un océano de negrura cuyo magnetismo arrastraba a su centro tanto a los seres vivos como a los inanimados igual que haría un océano con las embarcaciones y sus tripulantes en un naufragio. El desierto no era muy distinto al mar profundo, pensé. Una noche dentro de otra. Más oscura y aterradora la primera que la segunda.

            Sentí frío.

            La verdad es que no entiendo nada de lo que dice, señor.

            Es bueno que te enteres, dijo y me revolvió el cabello con la mano que no sostenía el volante. Vas a enamorarte. Muchas veces, Ezequiel. Y cada que eso pase, una de esas putas te va a arrancar el corazón y va a tirarlo a la basura.

            Lo miré aterrado.

            Arrancar y tirar a la basura un corazón humano. La imagen era espeluznante. Incluso si fuera el corazón de un pollo o de una vaca, que hasta entonces eran los únicos tipos de corazón que yo había visto. Me puse las manos en el pecho para acreditar que el mío siguiera en su sitio.

            Sobrevino un nuevo silencio entre ambos, esta vez más duradero. Mientras avanzábamos por una recta interminable, creí ver la sombra de un venado de ocho astas saltar por encima del alambrado de un barbecho y cruzar la carretera de lado a lado como una saeta, frente a nosotros. Un par de ojos destellantes nos miró por un segundo y luego fum. Una flecha. Me erguí en el asiento de la cabina. Miré a mi padre para ratificar que la visión hubiera tenido un efecto semejante en él. Pero él seguía manejando, sin aminorar la marcha, ceñudo, el cuerpo echado sobre el volante.

            Entonces me atreví a preguntárselo.

            ¿Se murió el amigo de mi madre?

            ¿Qué?

            Ortega.

            ¿Quién?

            El ingeniero Ortega.

            Mi padre se relamió los dientes antes de responder.

            Cuida tus palabras, Ezequiel.

            ¿Lo mató usted?

            No digas pendejadas.

            ¿Mató al amigo de mi madre?

            Ni siquiera sabes lo que eso significa.

            Me quedé callado.

            Era posible percibir su ira aproximándose como una avalancha a través de un socavón.

            ¿Tienes algo que decirme, Ezequiel?

            Sí.

            Mi padre redujo la velocidad de forma abrupta hasta detenerse por completo. La Cheyenne quedó mal atravesada sobre la cuneta. Encendió las luces preventivas y se volteó hacia mí. Una nube de polvo se instauró en torno al vehículo y nos envolvió como un capullo luminoso en medio de la noche salvaje.