: 32, el número de magic johnson



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Según mi numerología personal y arcana de la infancia, habría en mi vida dos edades de importancia fundamental. Los 23. Número de Michael Jordan. Y los 32. Número de Magic Johnson. Más allá de eso, en mi imaginación parbularia, no tenía planes de seguir vivo. La primera edad la sortee bien que mal: cogí como desquiciado, me drogué hasta fundirme la tapadera del cráneo (bueno, no tampoco es para tanto), salí un poco de mi rancho a que me diera el aire, y hasta tuve tiempo de publicar un libro. Nada de lo que me pueda quejar. La segunda edad, en cambio, está apenas por verse. Hoy cumplo 32. El número de Magic.

Hace más de un año, D y yo teníamos un plan para este día. Era un plan que causaba en mí cierto tipo de ilusión simplona y pedestre pero constante desde la infancia cuando vi los Cazafantasmas, y que me persiguió hasta la adolescencia, cuando leí a Capote y a Fitzgerald, o descubrí más tarde a Basquiat, Interpol y The Strokes. Conocer Nueva York. Eso era. Digo “teníamos un plan” porque está claro que ya no lo tenemos. El plan. Como muchas cosas en estos tiempos, el plan se fue a la mierda. Estuvimos muy tristes un rato, derrotados. Pero hoy, más bien, me siento avergonzado por la naturaleza de mis propios anhelos burgueses. No es una cuestión de auto-punición de carácter moral por sopesar la miseria en que está hundido el país. Ni siquiera un asunto de reproche por haberme reprimido en gastos más elementales y haberme quemado los ojos leyendo y editando como imbécil 12 horas al día, incluso los domingos, durante más de dos años para pagar poco a poco algo tan frívolo como el propio sonido que la frase genera: “Un viaje a Nueva York”. Vamos, mi conciencia moral no aspira a tanto. Puedo dormir tranquilo. Jamás ha sido mi meta poseer ni acumular. Soy malo para eso, aunque lo deseara de veras, no podría. Lo del viaje era otra cosa, mucho más personal, más puro, más íntimo. Y lo de ahora, es vergüenza de mí mismo, llana y dura. A lo mejor potenciada por la envidia a muerte hacia los hijos de las élites nacionales de izquierda y de derecha, que viajan a sus anchas y se educan en los mejores lugares, combinado con cierto tipo de resentimiento de clase heredado, del más rancio y vitriólico, pero vergüenza a fin de cuentas. Tal vez me sienta avergonzado por el nivel de candor que se necesita para creer que uno, un hijo de un futbolista llanero, pueda llegar a anhelar ese tipo de cosas, colarse en la fiesta a la que no lo invitaron. Vergüenza de escribirlo, incluso, y notar el tono autocompasivo.

¿Cómo pudimos ser tan estúpidos, tan frívolos, tan cándidos, para creer que ese mundo, que este tipo de arranques caprichosos, podría estar a nuestro alcance al menos durante los cinco días que nuestros ahorros de toda la vida pudieran haber pagado? Pues sucede que los ahorros no están. Que no hay, de hecho, ni un peso para un viaje a cien kilómetros a la redonda. No Brooklyn. No MOMA. Ni los habrá en mucho tiempo. Y me sorprendo por el tamaño de mi ingenuidad. O no. En mi casa las cortinas del candor siempre han estado bien abiertas.

Me pregunto qué hicimos mal. Tal vez ser congruentes, consecuentes con lo que pensamos. No doblarse, no entrar al juego de las zalamerías, de los lamebotas. Nada más. Quizá eso ya no se estile en estos tiempos y por eso quien no lo hace lo paga caro. Si eso es lo que hay que pagar, pues venga, ni hablar. Que se jodan. Que se vayan a la mierda. Son tan pocas las cosas que se necesitan para estar bien. Algo de música. Buen sexo. Café. Papel y un lápiz. Un lugar limpio y bien iluminado. Y agallas. Sobre todo eso. Muchas agallas. ¿No era así como el Magic jugaba cada partido? Por lo pronto, como todos los años en este día, tampoco esta vez tendremos Nueva York.